En una maniobra que mezcló teatro político y ofensiva contra la disidencia, el pasado mes de septiembre Donald Trump colocó definitivamente la etiqueta de “organización terrorista doméstica”1 a una supuesta organización que se llama Antifa y que, realmente, engloba a todo el movimiento antifascista. Según su orden ejecutiva, se trataría de una “iniciativa militante anarquista que llama explícitamente al derrocamiento del gobierno de Estados Unidos” y que hace uso de “la violencia y el terrorismo” para reprimir la libertad de expresión y a las fuerzas del orden.
El pretexto fue, como buen ejemplo de cómo funciona la doctrina del shock, el asesinato del influencer de extrema derecha Charlie Kirk el pasado 10 de septiembre y una narrativa diseñada para apuntar al “radicalismo de izquierdas” como amenaza principal del país norteamericano. Pero detrás de este barniz hay mucho más que un simple acto administrativo: hay un cambio de régimen en curso, una profundización autoritaria del aparato estatal y una advertencia dirigida a cualquiera que disienta o se oponga.
Antifa, la organización sin organización
Es de perogrullo, pero en estos tiempos que corren a veces tenemos que aclarar lo más obvio: el antifascismo no es —ni ha sido nunca— una “organización”, y mucho menos una con una estructura jerárquica, un liderazgo claro, un listado de miembros, un cuartel general y un presupuesto. Incluso Cristopher Wray, el director del FBI durante el primer mandato de Trump, siempre lo ha definido como “una ideología o un movimiento”, heterogéneo y descentralizado, rehuyendo de la idea de que se pueda considerar una organización.
El historiador Mark Bray2 —autor de Antifa— lo define así: “Antifa puede ser descrito como una especie de ideología, una identidad, una tendencia o un ambiente de autodefensa”. Su eje central es más práctico que ideológico: autodefenderse de los movimientos racistas, fascistas y autoritarios y evitar que crezcan lo suficiente como para que supongan una amenaza real contra personas oprimidas. En este sentido, “el antifascismo es proactivo, no espera a que el fascismo conquiste el poder para actuar e intenta pararlo de raíz”. Bray, además, resalta que el antifascismo además cuestiona las estructuras de poder y dominación que permiten que el fascismo exista, por lo que “el antifascismo no es solo la oposición a los fascistas, sino una lucha por un mundo sin fascismo, sin racismo, sin jerarquías autoritarias”.

Otro historiador, Michael Seidman —autor de Antifascismos, 1936-1945— define el antifascismo como “la ideología más poderosa del siglo XX”, aunque su “naturaleza extremadamente diversa”, a la que se podían adherir comunistas, capitalistas y anarquistas, lo hace difícil de acotar. Por ello, Seidman opta por una definición amplia: antifascismo es (1) la ideología que prioriza la lucha contra el fascismo, (2) que se opone a las teorías conspirativas racistas, antisemitas, anticomunistas, etc. que culpaban a determinadas minorías de los problemas sociales, económicos y políticos existentes y (3) que rechaza el pacifismo, creyendo que es necesario ejercer el poder o la violencia para frenar tanto a los fascismos domésticos como a su maquinaria de guerra internacional.
Cumbre de influencers fachas
A principios de octubre, unas semanas después de designar a Antifa “organización terrorista doméstica”, el presidente Trump, la fiscal general Pam Bondi y la secretaria de Seguridad Nacional Kristi Noem celebraron una mesa redonda en la Casa Blanca con influencers de extrema derecha y difusores de bulos, autoproclamados expertos en antifascismo, como Jack Posobiec y Brandi Kruse. En ella, declararon que Antifa es una organización que existe desde hace casi cien años, remontándose a la República de Weimar, que es “tan peligroso como la Mara Salvatrucha, ISIS y Hamás” e insistieron en que hay que “aplastarla” por todos los medios.

Contexto de autoritarismo
La designación de “terrorista” de Antifa no es un acto aislado, sino que forma parte de un paquete mucho más amplio de ofensiva del gobierno de Trump contra cualquier disidencia contra el “orden americano” que él lidera.
Tras el asesinato de Charlie Kirk, que Trump y sus aliados vincularon desde el primer momento, sin pruebas, a “las izquierdas” y al activismo antifascista, comenzó a vislumbrarse un plan: “vamos a utilizar todos nuestros recursos para investigar y desarticular estos ‘terrorismos domésticos’”, dijo entonces el consejero Stephen Miller, el personaje más siniestro de la Administración. A partir de ahí, siguiendo el manual de instrucciones del autoritarismo, se ha empezado a abrir un frente amplio contra la oposición, se ha fusionado la seguridad nacional con la represión interna y se han puesto los aparatos federales —FBI, Departamento de Justicia, Servicios de Seguridad Interior, el Departamento del Tesoro, etc— a funcionar a pleno rendimiento contra los críticos del actual ocupante de la Casa Blanca.

La persecución no se reduce al activismo de base: humoristas, periodistas, profesores, migrantes, abogados y organizaciones de migrantes han sido objeto de un control ampliado y muchos han perdido sus trabajos en las últimas semanas.
Incluso antiguos aliados de Trump, como el ex-director del FBI James Comey, o su ex-asesor de Seguridad, el halcón neocón John Bolton, están sufriendo persecuciones políticas de la Administración en los tribunales.
“Anarquistas a sueldo”
Varias ONGs, nada sospechosas de fomentar la violencia, se encuentran bajo investigación de las fuerzas y cuerpos de seguridad estadounidenses, después de que Trump anunciara, en la mencionada cumbre de podcasters fachas, que “los anarquistas a sueldo” quieren “destruir nuestro país”, alimentando el bulo de la financiación de ricos progres del movimiento antifascista. Sostuvo que los “carteles hechos de papel caro” que lucen los antifas han tenido que ser pagados por organizaciones con mucho dinero y que tenía preparados “un montón de registros y malas sorpresas” para ellas.
En consecuencia, el Gobierno ha dado instrucciones de investigar a ONGs (algunas progresistas, otras ni eso) y asociaciones pro derechos humanos, usando la normativa de organización criminal, como la Open Society (la fundación de George Soros), ActBlue (importante financiadora del Partido Demócrata), Indivisible (una organización juvenil vinculada al Partido Demócrata), la Coalition for Humane Immigrant Rights (colectivo de derechos de personas migrantes) y la Jewish Voice for Peace (una de las organizaciones de judíos antisionistas más importante), entre otras. Se están revisando minuciosamente las cuentas de estos colectivos para ver si han apoyado o financiado “el terrorismo” y, mientras la investigación siga en curso, sus exenciones fiscales quedan en suspenso, por lo que muchos acabarán en quiebra tarde o temprano.
Así, lo que se presenta como un ataque a “una organización anarquista violenta” es, en realidad, una estrategia de control político de amplio alcance: criminalizar a manifestantes y activistas sociales, eliminar a organizaciones y a la oposición política y aplastar a cualquier colectivo que se imponga a la agenda de Trump. Dinamitar la democracia liberal, vamos.
Y esto ocurre, además, en un contexto de recrudecimiento de la violencia estatal, en el que los agentes de ICE están organizando redadas racistas masivas en casas, colegios, centros de trabajo, etc., utilizando material militar (helicópteros black hawk, tanquetas, metralletas, etc), entrando en viviendas sin órdenes judiciales, llevándose a 3.000 personas detenidas al día por individuos enmascarados sin identificar, en vehículos no rotulados, trasladando a inmigrantes a centros de detención opacos y deportándolos a países que ni siquiera son los suyos de origen.
De forma paralela, Trump está desplegando al ejército en diversas ciudades del país —aquellas que votaron mayoritariamente al Partido Demócrata—, alegando un problema de seguridad pública, para que patrulle por sus calles, en un ambiente de terror distópico.
Consecuencias reales de la retórica anti-antifascista
En el último mes hemos asistido a casos palpables en los que la criminalización del movimiento antifascista sirve como excusa para perseguir a activistas, académicos o entidades de la sociedad civil. Un caso emblemático es el del propio Mark Bray: tras la firma de la orden ejecutiva de Trump y después de que medios de derechas y el Gobierno le señalaran como un miembro e ideólogo del “grupo terrorista Antifa”3, comenzó a recibir amenazas de muerte y acoso de grupos de extrema derecha en su domicilio (que fue publicado en Twitter). Le dijeron que le matarían delante de sus alumnos, o que quemarían su casa, entre otras lindezas. Por ello, finalmente acabó por exiliarse con su familia a Madrid, desde donde imparte sus clases de forma remota.
La buena noticia es que, pese al cariz que están tomando las cosas, todavía hay muchas personas dispuestas a plantar cara al autoritarismo monárquico de Trump. Un ejemplo de ello es la manifestación “No Kings” (“sin reyes”) que tuvo lugar el 18 de octubre, en la que participaron unas 5 millones de personas en más de 2.100 municipios del país.

¿Y Europa?
Lo que está pasando en Washington es una advertencia de lo que podría importarse dentro de poco a Europa. De hecho, a finales de septiembre, el húngaro Viktor Orbán y el grupo Patriotas por Europa (al que pertenece Vox) solicitaron que el Parlamento Europeo otorgase la designación de “organización terrorista” al movimiento Antifa en Europa.
El manual ya lo tienen estudiado: se empieza etiquetando a un movimiento difuso y sin estructura clara como “terrorista” y se le reviste de amenaza existencial; y el día que ocurra algo, ya sea un acto de violencia, unos desórdenes públicos, una manifestación, lo que sea, se abre el aparato de represión estatal (legislación especial, movilización del aparato policial) y se termina por extender al conjunto de la disidencia (organizaciones antifascistas, colectivos antirracistas, sindicatos, asociaciones de vecinas, colectivos de barrio, etc).
El movimiento anarquista del Estado español conoce muy bien cómo funcionan estos planes de criminalización. Ya lo vivimos hace una década, cuando en 2013 fueron detenidas dos anarquistas (Mónica y Francisco), acusadas de plantar una bomba en la Basílica del Pilar de Zaragoza. Tras ello, varios políticos y medios de comunicación comenzaron a informar, de forma constante, que el anarquismo se estaba organizando para planear atentados terroristas y que estaba “imitando a Al-Qaeda”. Un año después, en 2014, tuvo lugar la Operación Pandora, que en 2015 fue seguida por las Operaciones Piñata, Pandora 2 y Ice, en las que decenas de anarquistas fueron detenidas e imputadas por terrorismo por no se sabe muy bien qué motivos. Por suerte, finalmente todas las causas acabaron archivadas y quedaron en nada, pero la próxima vez el resultado podría ser otro.
Por suerte, hemos sacado aprendizajes de estos golpes y también sabemos cómo debemos actuar: con solidaridad, con determinación, con movilizaciones contra sus discursos criminalizadores y, sobre todo, planteando alternativas a su sistema de dominación, para convertir a los represores en irrelevantes. Es decir, frente a su fascismo, más antifascismo y más militancia en todos los colectivos que buscan erradicar.
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1Las leyes federales estadounidenses no permiten designar a organizaciones nacionales como “terroristas”; solo lo pueden hacer con internacionales. Sin embargo, este escollo legal no ha impedido a Trump hacerlo y ordenar a distintas agencias que comiencen a investigar a personas y organizaciones. En cualquier caso, Trump ahora sopesa designar a Antifa una organización terrorista internacional.
2Hace años, le entrevistamos en este medio.
3Fox News, por ejemplo, le llama Dr. Antifa.
