A vueltas con la Ley del Sólo Sí es Sí. El problema de situar el punitivismo en el centro del debate

El pasado mes de octubre entró en vigor la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, más conocida como la Ley del Sólo Sí es Sí. Se trata de una norma muy ambiciosa, que redefine la violencia sexual, protocoliza cómo han de actuar las instituciones frente a ella, amplía los derechos de las víctimas (a las que equipara con las víctimas de la violencia machista a manos de sus parejas) y redistribuye recursos públicos para combatir esta lacra. En consecuencia, esta ley afecta a ámbitos tan variopintos como el Derecho Penal, el Administrativo y el Laboral1.

La Ley del Sólo Sí es Sí ha sido duramente criticada por la derecha política y mediática, que apela a los instintos más básicos de sus bases – esas que ven amenazados sus privilegios patriarcales – para cargar contra la “ideología de género” y la “agenda feminazi” del Ministerio de Igualdad.

Pero también ha sido criticada por algunos colectivos sociales en el polo opuesto, como el de las trabajadoras sexuales, que ven en su entrada en vigor un primer paso para criminalizar su actividad profesional (lo cual está en la agenda política del PSOE)2. Por ejemplo, la ley prohíbe expresamente los anuncios de prostitución.

En cualquier caso, ningún crítica ha sido tan dura como las que se produjeron durante la segunda mitad del mes de noviembre cuando, de forma contraria a lo que pretendía el Ministerio de Igualdad, varios juzgados usaron la entrada en vigor de la norma – y su consiguiente reforma del Código Penal – para revisar condenas de agresores sexuales y rebajarles las penas. Diversos medios, la mayoría de derechas pero muchos otros progresistas también, han despellejado en las últimas semanas a Irene Montero, tachándola de, entre otras lindezas, inútil y de chapucera, mientras generaban una notable alarma social sobre los miles de violadores que iban a salir a la calle gracias al Ministerio de Igualdad3. “Estos días, las noticias sobre rebajas de penas han creado una alarma que daña a las mujeres, similar al terror sexual surgido a raíz de los pinchazos en las discotecas”, contaba la abogada Laia Serra en un artículo publicado en el diario Ara.

¿Por qué tenemos que hablar de penas, si las penas nunca han sido una prioridad dentro del feminismo autónomo?

Marta Carramiñana, «No lo sé, Rick, parece violencia» (El Salto)

Ironías de la vida, esta alarma se produjo en los días precedentes al 25N, el día que se conmemora a las víctimas de la violencia machista. “Durante la semana en la que salimos a las calles a reivindicar el fin de las violencias machistas, el debate se ha centrado sobre las supuestas carencias de una ley que ha entrado en vigor con el firme propósito de favorecer a las mujeres en contra de las violencias machistas”, explica Marta Carramiñana en El Salto. “[…] Hemos tenido que escuchar que“ahora las mujeres vamos a estar más desprotegidas”, que “va a haber violadores sueltos”. Miren no, de política del miedo ya vamos bastante servidas. ¡Que no salimos el 25N por gusto! Salimos porque nos siguen asesinando. Y no, no va a haber más violadores sueltos. Seguirán todos los que aún no hemos reconocido que, para nuestra desgracia, no son pocos. Ni están tan lejos de nuestros entornos”.

La aplicación retroactiva de la Ley Penal más favorable

Pasemos a desgranar la polémica. Todo empieza con que la Ley del Sólo Sí es Sí, recogiendo una reivindicación histórica del feminismo, eliminó los delitos de “abusos sexuales” y, cualquier ataque de naturaleza sexual pasa a considerarse “agresión sexual”4. En consecuencia, las conductas que antes se consideraban “abusos” ahora son “agresiones” y sus penas mínimas y máximas se han visto notablemente incrementadas.

En cambio, como ahora cualquier ataque de naturaleza sexual pasa a ser una “agresión”, las penas mínimas de las agresiones se han disminuido levemente (aunque siguen siendo muy superiores a las que antes se reservaban para los “abusos”), para dar una cabida más proporcional para las nuevas conductas que entran en el tipo penal de las agresiones sexuales. “Aparte de eliminar el abuso sexual, ha mejorado varios delitos, ha incorporado penas innovadoras y ha impuesto unos umbrales mínimos de cumplimiento de las penas. En términos generales, la ley no modifica las penas máximas, sino que rebaja los mínimos, ampliando la horquilla penológica”, explica Laia Serra.

Huelga feminista

Hasta aquí, todo es fácil de entender: todas las conductas se consideran “agresiones sexuales” y sus penas mínimas se han rebajado un poco. Concretamente, se rebajan de 8 a 6 años de prisión. El problema llega cuando entra en vigor la reforma y algunos jueces consideran que tienen que rebajar las penas a los violadores ya condenados. Ante esto cabe preguntarse, ¿esto es algo que podían hacer?

La respuesta es, cuanto menos, discutible. Hasta ahora, cualquier gran reforma del Código Penal ha venido acompañada de una Disposición Transitoria, es decir, de una regulación sobre qué hacer mientras se transiciona del anterior Código al nuevo. Y, en las reformas anteriores, ésta siempre establecía que si estás cumpliendo una condena en base al Código Penal anterior a la reforma que, aplicando el nuevo Código Penal, seguiría siendo posible, no se revisará la pena. Es decir, si la pena por agresión sexual anteriormente era de 8 a 12 años de cárcel y a una persona se le condenaba a 10 años, y ahora se ha reformado el delito y la pena actual pasa a ser de 6 a 12 años, a esa persona no se le revisará la pena, porque los 10 años que se le impusieron seguirían siendo posibles con la nueva Ley.

Sin embargo, la Ley del Sólo Sí es Sí no regula nada sobre el régimen transitorio. No establece ninguna regla sobre qué hacer con las personas ya penadas. Y, por ello, muchos jueces dicen que, ante una falta de regulación, se han sentido obligados rebajar las penas (o eso dicen) y, de esta forma, de paso atacan al Ministerio de Igualdad por su reforma “chapucera”. Veamos un ejemplo real: hace unos años un señor fue condenado a la, por entonces, pena mínima de 8 años por obligar a su hijastra a hacerle una felación; ahora el tribunal que le condenó, a la vista de que la nueva mínima es de 6 años, le ha reducido en 2 años la condena.

Pero, por otro lado, otros jueces han dicho lo contrario: aseguran que los principios generales del Derecho no permiten rebajar las penas, aunque no haya un régimen transitorio claro. Es decir, entienden que no existen razones jurídicas para reducirlas cuando la nueva regulación permite la condena que actualmente se encuentran cumpliendo.

Las víctimas quieren que se determine la verdad, se las crea y se reconozca el daño sufrido. Si ponemos sus derechos en el centro, la prisión queda relegada a un segundo plano. Habría que preguntarse si esta obcecación por la cárcel obedece a que resulta más fácil delegar en el Estado la respuesta hacia las violencias sexuales que corresponsabilizarnos de ello colectivamente, a pesar de saber que el rechazo social hacia los agresores es más disuasorio que la amenaza penal

Laia Serra, «Sólo sí es sí: violencias sexuales y prisión» (Ara)

Como se puede ver, el Derecho no son matemáticas y será el Tribunal Supremo el que finalmente decidirá cómo se debe aplicar retroactivamente la norma5. “La situación, como todo en Derecho, es interpretable”, dice Laia Serra en su artículo. “Y es precisamente esa la crítica que el Ministerio de Igualdad está haciendo a la judicatura. Y es que algunos tribunales están poniendo la directa, revisando y rebajando las penas, tan solo porque la reforma ha rebajado su umbral mínimo, aunque resulta muy cuestionable que esté justificado revisar una pena impuesta con el Código Penal precedente cuando esta pena también forma parte de la horquilla de penas del nuevo Código. El transcurso del tiempo permitirá poner las cosas en su sitio y determinar si el otorgamiento de estas revisiones de pena que llenan las portadas de periódicos provenían de una interpretación razonable o de un sesgo patriarcal”.

El triunfo del discurso punitivista

Frente a la oleada de críticas – políticas6 y mediáticas7 – que está recibiendo Igualdad por las rebajas penológicas que se están dando (44, por ahora), el Ministerio se ha dedicado a asegurar que los jueces que están reduciendo las penas son “machistas” (no dudamos de que, en la mayoría de los casos, así será, pues el patriarcado está presente en todas las facetas de la vida) y que su interpretación de la ley es errónea. Asimismo, el Ministerio ha defendido a ultranza la irretroactividad de la ley para rebajar las penas, situando la prisión en el centro de su proyecto legislativo. De esta manera, ha desaprovechado una oportunidad preciosa para defender su Ley como una forma de hacer pedagogía antipunitivista, reivindicar una reducción de las penas de prisión como una alternativa a la cárcel y abrir un muy necesario debate social sobre la función de la prisión en nuestro sistema8.

Se están legitimando penas más altas en nombre del feminismo, mientras se identifica la rebaja de penas con una “reacción machista”” denuncia Nuria Alabao en un artículo de CTXT titulado “La inquebrantable fe en la prisión del feminismo mainstream”. “Esto es lo que debería preocuparnos. Los discursos que se están reproduciendo estos días, y la propia reacción del Ministerio de Igualdad, reflejan que el marco punitivista está plenamente instalado en el feminismo mainstream. También revela la inquebrantable fe en la cárcel como solución a la violencia sexual y en el castigo como la mejor manera de proteger a las mujeres”.

La reinvindicación de un feminismo antipunitivista

Un editorial del medio CTXT, titulado “El furor punitivista como medida de todas las cosas”, aboga por restar importancia a los casos en los que se han visto reducidas las penas de violadores. “Políticamente, carece de sentido poner el acento en estos casos. De una parte, porque la intención de la ley nunca fue la de aumentar las penas por delitos sexuales. España tiene uno de los códigos penales más duros en este terreno. Las penas que castigan estos delitos en nuestro país son más altas que las del resto de países de nuestro entorno. Pedir más dureza contra los violadores da votos, porque juega con los instintos primarios de una parte de la población. Sin embargo, como demuestran unánimemente todos los estudios criminológicos, no sirve para evitar los delitos. El ensañamiento con los criminales, además, tampoco implica en un Estado democrático mayor protección de las víctimas. Desde el feminismo de base tampoco se había pedido un aumento de penas, sino que se ponía el acento en la prevención y la educación, y en garantizar el derecho a una atención integral especializada y accesible para todas las mujeres, niñas y niños que hubieran sufrido violencias sexuales. La nueva ley contempla estas solicitudes, pero queda pendiente la aplicación”.

Efectivamente, el feminismo nunca ha reivindicado, al menos unitariamente, un endurecimiento de las penas. “Lo que ha ocurrido esta semana es violencia”, dice Marta Carramiñana en El Salto. “Hacer sensacionalismo de las agresiones sexuales es violencia. Revictimizar es violencia. Llamarnos desde algunos medios para arrinconarnos y que hablemos de penas, cuando nunca ha sido el foco de nuestras demandas, es violencia. […] ¿Por qué tenemos que hablar de penas, si las penas nunca han sido una prioridad dentro del feminismo autónomo?9.

Los discursos que se están reproduciendo estos días, y la propia reacción del Ministerio de Igualdad, reflejan que el marco punitivista está plenamente instalado en el feminismo mainstream. También revela la inquebrantable fe en la cárcel como solución a la violencia sexual y en el castigo como la mejor manera de proteger a las mujeres

Nuria Alabao, «La inquebrantable fe en la prisión del feminismo mainstream» (CTXT)

En un sentido se pronuncia Colectivo de Apoyo a Mujeres Presas de Aragón (CAMPA), en su artículo “Las cárceles no son feministas”: “Dejemos de poner el foco en el castigo, dejemos de pensar que la culpa es individual y utilicemos toda esa potencia para generar posibilidades de cambio social desde la raíz”.

Situar la cárcel como único resultado digno y dignificante supone realizar un juicio injusto a las víctimas cuando optan por condonar la cárcel del agresor a cambio de no pasar por el trance del juicio, lograr una condena firme y acceder a una indemnización simbólica”, desarrolla por su parte Laia Serra. “Las víctimas tienen una perspectiva mucho más sabia. Ellas saben que la cárcel ni resuelve ni repara y que el éxito no es la cárcel, sino la condena. Las víctimas quieren que se determine la verdad, se las crea y se reconozca el daño sufrido. Si ponemos sus derechos en el centro, la prisión queda relegada a un segundo plano. Habría que preguntarse si esta obcecación por la cárcel obedece a que resulta más fácil delegar en el Estado la respuesta hacia las violencias sexuales que corresponsabilizarnos de ello colectivamente, a pesar de saber que el rechazo social hacia los agresores es más disuasorio que la amenaza penal”.

Volvamos al artículo de Nuria Alabao: “Es llamativo también que al propio Ministerio le cueste defender su propia ley, expresar con vehemencia que puede que algunas penas ahora sean menores, pero que las condenas nunca serán lo más importante para evitar la violencia y que esta ley introduce mejoras significativas. Podrían haber hecho bandera de que, efectivamente, se han rebajado algunas –aunque sean las mínimas, porque las máximas siguen siendo igual de excesivas, como lo son en muchos otros delitos–. La política auténticamente progresista aquí habría sido situarse en una posición antipunitiva tan necesaria cuando sabemos que contamos con unas de las poblaciones reclusas más altas de toda Europa, lo que no tiene ninguna correlación con el bajo índice de delitos en nuestro país. Las penas por este tipo de delito ya son muy altas –mucho más que en los países de nuestro entorno–. Una muestra: se puede imponer la misma pena por un homicidio y una violación –15 años–. Pero como demuestran todas las investigaciones criminológicas, más cárcel no sirve para evitar los delitos. Aparte de los casos mediáticos que se pretenden convertir en paradigmas, la tasa de reincidencia es baja en relación a la de otro tipo de delitos. En cualquier caso, más años de cárcel no implica más seguridad para las mujeres.

El feminismo de base que quiere cambiar la sociedad también se cuestiona las herramientas del Estado penal como reproductoras de la violencia. Pero evidentemente esta nunca ha sido la apuesta del Ministerio de Igualdad, que desde un principio hizo alarde no solo de no rebajar estas penas, sino de que podría llegar a subirlas. En cualquier caso, se ha hecho una propaganda excesiva de la ley como si todo lo pudiese, generando unas expectativas difícilmente alcanzables para ninguna norma. Se dijo, por ejemplo, que “iba a acabar con la impunidad porque considera agresión cualquier relación sin consentimiento”, pero el problema de la prueba permanece sea cual sea la redacción del consentimiento. Tenemos que enfrentarnos a una verdad incómoda para dejar de hacernos trampas: ninguna ley por sí sola va a acabar con la violencia sexual, que es un problema estructural complejo que necesita un abordaje por muchas vías. Desde luego la cárcel no es la única solución. El Código Penal no protege a las mujeres ni a nadie, lo que hace es castigar. No hacía falta, pues, presentar esta ley como una fórmula mágica, sino más bien como una contribución que aporta algunas cosas positivas en varios frentes y que mejora el acceso de las mujeres a los procedimientos de justicia.

Otra cosa difícil de asumir son los ataques del Ministerio a las rebajas de penas en las revisiones de sentencias, cuando estamos hablando del derecho del reo a la aplicación de la norma más favorable y su retroactividad si esta les beneficia. Independientemente de que algunos jueces lo estén usando contra el Ministerio, que es del todo posible, no se puede deslegitimar alegremente un elemento esencial de las garantías procesales. ¿Acaso si estuviesen rebajando condenas a manifestantes o sindicalistas las pondríamos en cuestión?

[…] El marco securitario y de reforzamiento del Estado penal tiene estas dos caras: el neoliberal –que encara los problemas sociales individualizándolos y criminalizando– y el de extrema derecha. Vox precisamente hace apología de la subida de penas y pide la cadena perpetua para los condenados por violación. El feminismo carcelario se alinea con esta gestión securitaria de la pobreza, convirtiéndose en una máquina de guerra que usa las redes sociales y los medios en una economía de la indignación para conseguir leyes punitivas y conservadoras. Parece que entienden el sistema penal como algo que está pensado únicamente para la protección de las mujeres y no para su dominación ni para el sostenimiento del propio régimen de desigualdad. […] Ojo con la violencia que se ejerce en nombre de la lucha contra la violencia sexual”.

El antipunitivismo como opción más respetuosa para las víctimas

Por último, cabría añadir que “el antipunitivismo es un elemento indispensable para abordar las violencias de género de forma más reparadora para las víctimas, más eficiente para la transformación social, menos gravosa para la comunidad y más ética respecto al trato dispensado al infractor. Al contrario de lo que hemos podido escuchar estos días, no es liberal ni de extrema derecha”, tal y como explica Laura Macaya Andrés, del colectivo Genera (asociación en defensa de los derechos y libertades sexuales y de género)10, en un artículo también publicado en CTXT.

Dejemos de poner el foco en el castigo, dejemos de pensar que la culpa es individual y utilicemos toda esa potencia para generar posibilidades de cambio social desde la raíz

CAMPA, «Las cárceles no son feministas»

La mirada abolicionista es difícil de gestionar cuando la cultura del castigo está arraigada en todos los frentes, tanto en el de los opresores como en el de las oprimidas”, nos indican las compañeras de CAMPA. “Nos basamos desde hace siglos en una cultura del castigo de este Otro, del hereje, de la bruja, del loco, del delincuente, del mafioso, del pedófilo, del terrorista, en definitiva, del enemigo. La cultura así instituida es, en suma, un elemento de adiestramiento y etiquetación mediante el mecanismo pena-castigo para producir subjetividades “a imagen y semejanza” del funcionamiento capitalista”. Pero, pese a estas dificultades, no debemos desistir en nuestras aspiraciones a lograr una sociedad más empática y menos punitivista, en la que las prisiones no tengan cabida.

Las ventajas del antipunitivismo, desde una perspectiva jurídica, nos la describe Laia Serra: “No podemos perder de vista que la reforma operada por la ley del solo sí es sí amplía la horquilla penológica y por tanto facilita graduar al máximo la proporcionalidad de las penas. La rebaja de las penas mínimas puede fomentar que los agresores reparen las violencias sexuales para llegar a juicios de conformidad, en los casos en los que la legalidad lo permita. Esto incrementaría el poder decisorio de las mujeres en sus procesos judiciales. Este margen más amplio de maniobra también permitirá dejar atrás el escenario de polaridad que teníamos hasta ahora: las penas mínimas eran tan altas que se abocaba a los tribunales al dilema de mandar a prisión a agresores primarios o dejar impunes las violencias sexuales. Esa polarización nunca ha jugado a favor de las mujeres”. En otras palabras: siendo las penas mínimas más bajas, resulta más fácil que el agresor sexual esté dispuesto a llegar a una conformidad, ahorrar a la víctima el juicio, aceptar una pena más baja y reparar el daño causado a la agredida.

¿Y entonces, qué hacemos?”, se pregunta Laura Macaya. “Es la pregunta insistente, cuando no malintencionada, a las que militamos en el antipunitivismo, incluso desde algunas izquierdas y desde algunos feminismos. Las acusaciones de no aportar soluciones o no atender las necesidades de las víctimas son fruto del desconocimiento, del desprestigio gratuito, de la amenaza que estas posiciones pueden suponer a profesiones altamente corporativas ligadas al castigo o de nuestra mala comunicación. Ahora bien, también podríamos preguntarnos por qué se siguen reproduciendo instituciones de tortura que mienten sobre sus objetivos (acabar con los delitos), son ineficientes para reparar y proteger a las víctimas (cuando no las acaban criminalizando) y condenan a las comunidades más excluidas a escoger entre la persecución o el sometimiento al régimen del salario en contextos hiperexplotados. Pero, hecho este matiz, cabe defender que, si entendemos que este cambio no va a ser inmediato y que hay que seguir avanzando en marcos culturales, subjetivos y materiales que lo hagan posible, debemos saber ofrecer a la mayoría la posibilidad de pensar que se pueden lograr sociedades donde la gestión de la seguridad no pase por la represión policial y las lógicas de castigo penal o informal.

Sobre los efectos perniciosos de la vía punitiva, muchas feministas hemos hablado largo y tendido. Pero lo que menos hemos explicado es cómo la puesta en práctica de un abordaje no castigador de las violencias y los conflictos nos ha aportado una perspectiva empírica importantísima para seguir defendiendo que esta es la mejor de las vías posibles para todas las partes.

Explica David Garland que desde finales de los años 70 del pasado siglo existe un acuerdo social y político sobre la ineficiencia de las penas para acabar con los delitos. El reiterado aumento de los delitos y las penas para acabar con la violencia de género no han demostrado el efecto sobre el que se legitimaban y, por tanto, seguir ahondando en la vía punitiva puede tener otras finalidades, pero desde luego no se puede sostener que sirva para acabar con la violencia de género. Favorecer el avance del régimen neoliberal, la normatividad de género o el control psicopolítico del ser humano han sido algunas de las funciones que cumple el sistema penal apuntadas desde perspectivas críticas de la criminología y el feminismo.

El sistema penal y la cultura de castigo tienen la capacidad de construir una determinada forma de entender la violencia de género en la cual se legitiman a sí mismos como solución al problema.

Para seguir manteniendo el tan necesario modelo punitivo se construye el problema de la violencia de género desde determinadas coordenadas que legitimen la mano dura, el control y la cada vez más extensiva presencia del orden y la ley en nuestras vidas. La construcción de la violencia de género como un problema individual entre hombres malos (potencialmente agresores) y mujeres buenas (víctimas en sí mismas por la mera definición de poder serlo); la necesaria construcción del sujeto agresor con las atribuciones típicas del sujeto neoliberal, individualista, que actúa movido por el afán de dominio o por un fracaso individual, pero escogiendo según sus propios intereses; o la capacidad de producir emotividad e irracionalidad mediante la alarma social generada por los delitos y sus perpetradores, son algunos de los elementos imprescindibles en la construcción de una determinada concepción de la violencia de género que se hace extensiva a toda la población, por muy crítica que esta sea, pero también a las víctimas. Esto nos condena a la irracionalidad y el conservadurismo, pero también a no poder pensar en soluciones, interpretaciones y formas de abordaje alternativas al castigo.

Cuestionar el punitivismo, apostar por el adelgazamiento de los sistemas de castigo estatal y de la preeminencia de la ley y el orden como solución a todos nuestros problemas sería un buen punto de partida. Promover rebajas de penas, disminución de delitos, vacíos de ley y excarcelaciones son objetivos bastante sencillos pero que, por extraño que parezca, ni las izquierdas, cuando llegan al poder, están dispuestas a accionar.

El antipunitivismo es un elemento indispensable para abordar las violencias de género de forma más reparadora para las víctimas, más eficiente para la transformación social, menos gravosa para la comunidad y más ética respecto al trato dispensado al infractor

Laura Macaya (Genera), «El antipunitivismo es más favorable para las víctimas» (CTXT)

Como ha apuntado la jurista y criminóloga crítica argentina, Daniela Heim, el Derecho crea identidades de género estigmatizantes y opresivas, es decir, es una tecnología de género que produce saberes sobre las mujeres, sus cuerpos y la forma en que estos deben interpretar los ataques. Esta idea hace referencia a la tarea que, según Foucault, se encomienda al Derecho: producir “ficciones” que requiere el poder para que este sea más efectivo. Si el poder necesita de feminidades temerosas, dóciles, inocentes, pasivas y sexualmente constreñidas que no pongan en riesgo la familia, la heteronorma, la distribución de roles de género o el ensalzamiento social, simbólico y económico de la masculinidad, el Derecho, pero también los servicios de asistencia social, indisociables de los mecanismos punitivos tras los desmantelamientos de los sistemas del bienestar, producirán saberes, disciplinas y correcciones para modelar las subjetividades en función de esos intereses.

Así, por ejemplo, en un estudio realizado hace unos años comprobé que, en las sentencias y autos de recurso de mujeres acusadas de lesiones u homicidio a sus parejas masculinas, se tendía a rechazar de forma reiterada los eximentes y atenuantes que estas aducían en su defensa cuando eran representantes de una feminidad no normativa.

Las personas que nos dedicamos al acompañamiento de víctimas de violencia de género comprobamos, además, cómo la desprotección, cuando no la criminalización, es frecuente en el acceso a los sistemas de justicia de mujeres racializadas, pobres, trabajadoras sexuales o cualquier mujer que represente un “demasiado” como indicador de incorrección femenina. Pero además, incluso en el acceso a los sistemas de protección social como víctimas, las mujeres son juzgadas, evaluadas y sometidas a criterios de recuperación pensados para un determinado tipo de mujeres, normalmente blancas, de clases acomodadas, que pueden prescindir de sus comunidades o que viven en modelos atomizados, con crianzas consideradas “adecuadas” en base a criterios normalmente clasistas, sexistas y racistas, etc. La ley, y principalmente la ley penal, conforma sujetos feminizados vulnerables, hipersusceptibles y sexualmente inapetentes y temerosos para justificar la intervención estatal en su protección, pero también el castigo a las infractoras. Además, la misma lógica de los derechos implica que, en la constitución de sujetos jurídicos, se atribuyan a estos una serie de características que acaban reificando –esencializando– las categorías de poder normativas, en este caso la categoría Mujer.

[…] En esta misma línea, la prohibición de la mediación que la ley del “solo sí es sí” replica de la ley integral de violencia de género del año 2004, para los casos de delitos sexuales, es otro de los elementos que configura a las víctimas, esencializadas como mujeres, como incapaces de proteger o negociar sus intereses y las reitera como presas del dolor, el resentimiento y la incapacidad sin valorar los distintos niveles y situaciones. Además, desoye completamente la diversidad cultural y de clase de las mujeres víctimas de violencia de género, ya que muchas de ellas no pueden prescindir de esas negociaciones porque necesitan seguir formando parte de su comunidad con el fin de protegerse, por ejemplo, del racismo o la violencia institucional y policial.

Así pues, cuando se apunta al punitivismo de determinadas normativas, como por ejemplo la LO 10/2022 de garantía integral de la libertad sexual o la LO 1/2004 de medidas contra la violencia de género, no se hace referencia únicamente al aumento de penas y delitos, sino a qué subjetividades femeninas promueve, qué daños produce eso en las mujeres y qué dificultades implica para pensar las cosas de otra forma.

Necesitamos pensar otras formas de administrar la justicia siguiendo las sendas de las justicias restaurativas, transformativas y/o consensuales. Desde estas perspectivas, como apuntan Francés y Restrepo, se favorece la convivencia y la solidaridad a través de la restauración de los daños sufridos por todas las partes. Se trata de perspectivas que involucran a la víctima, al infractor y a la comunidad con la finalidad de promover la reparación del daño causado, la reconciliación entre las partes y el refuerzo de las comunidades. Pero para ello, como resulta evidente, hay que abandonar el marco actual en el que se condena a las víctimas a entender su recuperación como un proceso de venganza hasta la destrucción del otro. Reparar violencias implica un complejo equilibrio entre acoger, acompañar y reconocer el daño mientras tratamos de evitar el destierro o el castigo hacia quien lo ha producido. Este es un proyecto político que, como ha apuntado Dean Spade, puede parecer imposible, pero que no solo es alcanzable, sino que además es profundamente transformador. Para ello evidentemente hay cuestiones imprescindibles que podemos y debemos llevar a cabo, entendiendo que la reparación de las víctimas no consiste únicamente en las acciones individuales de quien daña, sino que también se repara con la responsabilidad colectiva y el re-equilibrio de una situación de subordinación en el que suelen encontrarse las víctimas de violencias de género.

Para empezar, los feminismos deberíamos hacer el esfuerzo de reconceptualizar las violencias, moderar el alcance del término y, sobre todo, dejar de establecer la violencia de género como el indicador único que condiciona desfavorablemente la vida de las mujeres. Pasar del lenguaje de la violencia a los lenguajes de la discriminación, la opresión, la explotación laboral o la reproducción del sexismo, disminuiría el nivel de tensión y favorecería los análisis estructurales, certeros y saludables para todas las partes.

Evidentemente también, hay que favorecer el re-equilibrio de fuerzas de las mujeres, sobre todo de aquellas más vulneradas, a través de derechos y rentas. Ahora bien, debemos tener en cuenta el sesgo ineludiblemente masculinista del Estado, así como el origen burgués de la configuración de la existencia a través de los derechos. Por este motivo, es necesario reivindicar estos espacios de re-equilibrio de poder siempre pensando en los efectos perversos que pueden tener para las víctimas más excluidas. Para ello, servicios de acompañamiento a los sistemas de justicia y protección social y servicios de asesoramiento jurídico gratuitos y comunitarios son imprescindibles. Pero también proyectos de gestión y proveimiento de recursos y apoyo de base comunitaria y autónoma serán esenciales para minimizar el papel de las instituciones de poder en nuestras vidas y re-equilibrar el campo de negociación con las mismas, como apuntaban las compañeras del colectivo manresano AAMAS.

Desde los espacios de apoyo y acompañamiento comunitarios es mucho más posible apostar por abordajes que entiendan la diferencia entre acompañar el daño y avalar cualquier propuesta de la víctima. Las estrategias y acciones que se lleven a cabo no pueden estar siempre supeditadas a los intereses particulares de la víctima, principalmente cuando estos vayan en claro detrimento de los acuerdos colectivos o el bien común. Pero esto no significa no acompañar, no dar lugar o no reconocer el daño en los términos vividos por la propia víctima, a la vez que nos responsabilizamos colectivamente de ofrecer otros relatos disponibles para interpretar las experiencias de violencia desde lugares menos destructivos y dañinos.

Desde estas perspectivas también podemos afirmar que el antipunitivismo es favorable a reforzar las comunidades de las que las víctimas forman parte, porque nos compromete a desarrollar fuerza colectiva, la misma que nos extrae la excesiva confianza en el Estado y sus marcos regulatorios. Establecer al Estado como actor neutro del conflicto es desfavorable porque oculta su connivencia con la violencia de género y las violencias que ejerce contra las poblaciones vulneradas a través de sus mecanismos coercitivos. Además, oculta también que su agrandamiento incide en la desarticulación y desempoderamiento de las comunidades y en su pérdida de capacidad para conceptualizar qué entienden por seguridad y cómo la gestionan.

Sabemos que es complicado, pero también sabemos que es más ético, menos doloroso y más transformador a medio y largo plazo. Colapsar la posibilidad de que el conflicto avance solo nos lleva a generar más dolor, inmovilizar las posibilidades de abandonar el papel de víctima y destruir los marcos relacionales y comunitarios, al volverlos hostiles e inhabitables. Pero para ello necesitamos comunidades, acompañamientos de vida y condiciones materiales que nos constituyan sólidas y amadas y no frágiles y desvalidas. Porque, en última instancia, incluso en el mejor de los mundos posibles, los ataques, los conflictos y los daños serán inevitables. Porque amar, relacionarnos, follar y aliarnos siempre implicará riesgo y siempre habrá personas que puedan dañar, incluso de formas brutales. Produzcamos los marcos de posibilidad para que la asunción de riesgos en aquello que nos da vida, pueda más que el miedo ante aquello que produce muerte”.

Nada más que añadir.

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1Sobre la incidencia de la Ley del Solo Sí es Sí en el ámbito laboral, el abogado laboralista Juan Rubiño tiene un artículo muy interesante cuya lectura recomendamos.

2Más información sobre esto en las cuentas de Twitter de Putas Indignadas y Putas Libertarias del Raval.

3Estas críticas obviaban, por cierto, que si bien la Ley del Solo Sí es Sí fue redactada y propuesta por Igualdad, luego posteriormente fue aprobada por el Consejo de Ministros y, más adelante, por todos los partidos políticos del bloque de investidura en el Parlamento. Además, fue revisada por el Consejo General del Poder Judicial y el Consejo Fiscal y nadie alertó que las penas podrían ser rebajadas. Tampoco los partidos de derechas que no la votaron lo advirtieron. Si bien se podría argumentar que la “culpa” principal la podría tener Irene Montero, que no dudó en ponerse medallas cuando se hablaba de las bondades de su Ley, no es menos cierto que no dejaría de haber una culpa compartida.

4Cuando en 2018 se publicó la Sentencia de la Manada, miles de mujeres salimos a las calles a para protestar, frente al Ministerio de Justicia, contra la Justicia patriarcal que consideraba que no se podía considerar un “abuso sexual” el que un grupo de tíos intimidaran a una chica joven para penetrarla por varios orificios mientras la grababan. Era, y es, una “agresión sexual”, es decir, una violación. “Acusados, jueces, abogados y legisladores –hombres- han crecido todos ellos en la cultura de la violación, con una educación sexual basada en el porno y una afirmación de la masculinidad basada en el sometimiento de las mujeres, que normaliza comportamientos sexuales de dominación, que entiende el deseo como algo exclusivamente masculino y por tanto relega a la mujer al consentimiento (consentimiento interpretado de forma interesada por quien lo busca, sin necesidad de hacerse explícito) y que reafirma el status social en base a las conquistas sobre el sexo opuesto (no olvidemos que los actos de La Manada no responden a una excitación sexual, sino más bien a la satisfacción social hallada en el reconocimiento que esperaban encontrar en el grupo a la hora de compartir los vídeos demostrativos de su hazaña)” escribimos entonces en un artículo. Ya entonces, en esa misma pieza, escribimos que nos preocupaba la tendencia punitivista que podía adquirir esta rabia feminista.

5Nuestra opinión es que, finalmente, el Tribunal Supremo terminará por darle la razón al Ministerio de Igualdad. A los magistrados no les interesa que cada vez que se reforme una ley que modifique las penas mínimas de un delito se revisen miles de sentencias con penas que podrían ser las impuestas con la ley tras la reforma. Además, la jurisprudencia del Supremo ha ido en este sentido durante las últimas décadas y sería extraño que cambiara ahora. Es una discusión jurídica un poco enrevesada y árida, pero el profesor constitucionalista Javier Pérez Royo tiene un artículo que explica por qué la Disposición Transitoria era innecesaria en eldiario.es. «El legislador, con buena técnica jurídica, ha considerado que no tiene sentido reproducir normas que ya están en el ordenamiento y que han venido siendo interpretadas de manera inequívoca por los tribunales de justicia«, viene a decir.

6El 23 de noviembre se traspasaron todas las líneas rojas cuando la diputada de Vox, Carla Toscano, atacó con insultos y descalificaciones machistas a Irene Montero en el Congreso. Un repugnante ataque que provocó un apoyo masivo a la ministra, incluso desde sectores políticamente diferentes. Vox arremetió y el PP calló vergonzantemente, pero el resto (también las anarquistas) mostramos nuestro rechazo a sus formas fascistas y solidaridad con Montero.

7A modo de ejemplo de troleo chusco, OkDiario, por ejemplo, ha instalado en la portada de su web un contador con el número de delincuentes sexuales que ya han visto rebajadas sus penas. Al cierre de esta edición el número es de 44 hombres.

8Curiosamente, al margen de lo que buscaba Igualdad, la Ley del Sólo Sí es Sí ha abierto en algunos foros un debate sobre si es mejor alargar el tiempo de los condenados en la cárcel o abogar por políticas de reinserción. Recomendamos escuchar el programa Hora 14 (con Sonia Palomino) de la Ser, de 3 de diciembre de 2022, al respecto.

9Recomendamos encarecidamente leer este artículo en su integridad, ya que explica muy bien cómo por los medios se está haciendo énfasis en el punitivismo y de todo lo que se deja de hablar mientras tanto.

10Hace dos meses entrevistamos a la investigadora Marta Venceslao, a propósito de su libro Putas, República y Revolución (Virus Editorial) y le preguntamos acerca de la asociación Genera.

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6 comentarios en «A vueltas con la Ley del Sólo Sí es Sí. El problema de situar el punitivismo en el centro del debate »

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