Todo es mafia

Hace dos años, la Editorial Virus publicó Yo soy frontera, autoetnografía de un viajero ilegal, escrito por Shahram Khosravi, una importantísima contribución a la reflexión sobre “los regímenes fronterizos actuales y las múltiples formas de violencia institucional, social, simbólica o psicológica que estos descargan sobre las personas migrantes”. Sin lugar a dudas, un libro muy necesario en el que, no solo a través de su propia experiencia migratoria sino de las reflexiones y vivencias compartidas con muchas otras personas con las que se cruza en el viaje, hace una “reconstrucción íntegra de las trayectorias migratorias” y también confronta aquellas categorías insertas en Occidente compartidas por el Estado y su estructura represiva y por una parte relevante del conglomerado de organizaciones humanitarias, partidos políticos de izquierda y medios progresistas, categorías aceptadas en su esencia vertebradora aunque se planteen desde diferentes enfoques.

Uno de los elementos del trayecto migratorio es el tráfico (antes de continuar, remarcar que somos conscientes de la contradicción que implica utilizar dicho término de forma semejante a los poderes estatales en su marco legal y mediático para hacer referencia al mismo conjunto de acciones). En dicho ensayo, Shahram Khosravi mira a los traficantes con la complejidad y ambivalencia inherente a dicha realidad, sin caer en el reduccionismo que posibilita la acción total de las fuerzas represivas estatales, pero tampoco en una idealización que obvia que donde hay control y dependencia se generan abusos y violencias.

Shahram Khosravi, dentro de esta perspectiva dual, muestra su agradecimiento (“de hecho, no es justo que le llame traficante ya que él me salvó de morir en una guerra terrible”) y baja al folio el encuentro que tiene con uno de los que conoció durante su trayecto. Tras años sin verse, se encuentran ya en un país europeo, su conocido tiene la necesidad de dirigir la conversación a un punto, a dejar claro que él no se enriqueció, que, al final, prácticamente todo el pago se destinaba a sobornos policiales, que los márgenes eran mínimos y que su principal objetivo fue sufragar su propio viaje. Remarca su situación económica actual como la prueba más evidente de que no se lucró con dicha actividad, y, a través de la narración de dicho encuentro, uno puede observar que lo que finalmente se llevó fue un pesar, la carga del estigma, y la necesidad del perdón, un perdón que tal vez ni siquiera tenía que ser muy explícito, tal vez tan solo necesitaba tropezar con cierta dispensa en las palabras de su interlocutor. Pero, lo que es evidente, es que dicha inquietud ni está presente en los policías que exigen los pagos ni, yendo un poco más lejos, en aquellos que diseñan el régimen fronterizo internacional. Al final este sentimiento tiene lugar entre iguales.

Que la persona que pilota una embarcación o consigue un pasaporte falso sea tildada de traficante es como considerar al chico de tu barrio que pasa porros un narco. Y esta distinción que podemos apreciar cualquiera, no lo es para legisladores y jueces, diseñadores de un escenario represivo a nivel europeo que impone el encierro y la expulsión a personas condenadas por el delito de tráfico o por el de favorecer la migración ilegal.

Y, en ningún momento, se pretende negar la existencia de dicha práctica de tráfico en algunas situaciones. La realidad es compleja, multipolar, y las estrategias y mecanismos migratorios son muy diferentes en función del contexto. Como ejemplo de ello, es muy recomendable el artículo publicado en diciembre en El Salto, titulado El mito de las mafias de la migración”, donde quedan reflejadas, por un lado, prácticas de autoorganización en las comunidades locales senegalesas, y, por el otro, el discurso de la UE, del que es uno de sus principales altavoces el ministro Marlaska, que tilda de mafia a cualquier mínima propuesta organizativa generada para romper la lógica fronteriza europea, propagando un relato cuasi bélico en el cual organizaciones criminales se disponen a asaltar la soberanía territorial europea, acotando el complejo fenómeno de la migración a un problema securitario y justificando así la militarización de las fronteras en suelo europeo y en aquellos países con flujos de salida, desarrollando en éstos últimos una red de mecanismos represivos que no existían en su mayoría con anterioridad. Sin dicho relato no se podría justificar estas fuertes inversiones económicas a la industria de la muerte, ni disponer de un chivo expiatorio sobre el que cargar las víctimas y violencias del régimen fronterizo. Los drones, los guardias civiles en territorio africano, los 4×4, el armamento, las cámaras, etc., encuentran amparo en la guerra contra las mafias. Igual que, por ejemplo, la guerra contra la droga en Colombia se transformó en represión contra las comunidades campesinas organizadas, o la lucha contra el terrorismo ha amparado prácticas brutales contra colectivos disidentes.

Durante estas últimas semanas, hemos recibido noticias de la acción criminalizadora de los Estados italiano y griego contra las organizaciones dedicadas al rescate en el Mar Mediterráneo, no queríamos olvidarnos de ello, de hecho, esto daría para otro artículo que esperemos llegue en su momento, pero, queríamos también visibilizar la realidad descrita en estas líneas porque hay decenas de personas en cárceles europeas presas con largas condenas tildados como traficantes. Y justo es en aquello que resulta más contradictorio, que implica una mayor confrontación con el discurso hegemónico, donde las revolucionarias tenemos que abrir brecha y tratar de hacerla lo más profunda posible.

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