 
            El pasado mes, Donald Trump volvió a colocarse bajo los focos del espectáculo internacional con la pompa que tanto le gusta. En El Cairo, en una cumbre organizada por el régimen de Al-Sisi, se rodeó de mandatarios de medio mundo —Sánchez incluido— para presentar lo que él mismo calificó de “plan de paz histórico para Gaza”. La prensa más complaciente lo describió como un “acuerdo global”, un “paso hacia la estabilidad” o incluso “el fin de la guerra”. Pero, tras el humo de las declaraciones diplomáticas y las fotos de familia, lo que realmente se ha sellado no es una paz justa, ni duradera, sino un simple alto el fuego. Un respiro temporal que salva vidas —y eso, sin duda, siempre es motivo de alivio—, pero que no pone fin a la maquinaria genocida, ni a la estructura colonial que sostiene a Israel desde 1948.
Los altos el fuego son, por definición, paréntesis. Suspensiones temporales de la violencia, no su final. Y en Gaza, tras dos años de bombardeos continuos, de hambre planificada y de desplazamientos forzosos, cualquier pausa se celebra como una victoria de la supervivencia. En las calles de Rafah o Khan Younis, la gente salió con cautela a respirar el aire polvoriento sin drones sobrevolando el cielo. Pero también con miedo. Miedo a que el silencio fuera solo el preludio del siguiente estallido. Porque los 21 puntos de Trump no alteran en lo más mínimo las causas del horror: la ocupación, el bloqueo, el apartheid y la impunidad de Israel.
Trump, que ya en su anterior mandato reconoció Jerusalén como “capital indivisible” del Estado israelí y avaló la anexión de los Altos del Golán, ha vuelto a poner al servicio de Tel Aviv todo su circo mediático. Su “plan” —negociado sin representantes palestinos y presentado como si fuera una transacción inmobiliaria— tiene más de marketing geopolítico que de diplomacia. El magnate ha hecho lo que siempre ha sabido hacer mejor: vender. En este caso, vender humo revestido de paz. Y detrás de ese humo, hay contratos, licitaciones y futuras inversiones multimillonarias de constructoras y fondos occidentales que ya planean cómo reconstruir (y rentabilizar) lo que las bombas israelíes han reducido a polvo.
El negocio de la reconstrucción es el reverso del negocio de la guerra. Los mismos países que han armado a Israel durante dos años —Estados Unidos, Reino Unido, Alemania o España, entre otros— serán ahora quienes suministren cemento, tecnología y seguridad privada para “reconstruir” Gaza bajo control israelí. En otras palabras: convertir la devastación en un nuevo nicho de mercado. Las empresas que se enriquecen vendiendo misiles son las mismas que harán caja vendiendo ladrillos, y todo ello bajo la supervisión del “plan de paz” de Trump. El círculo perfecto del capitalismo militar.
Mientras tanto, el gobierno de Netanyahu, que ha firmado el acuerdo, sigue sin disimular que su plan de limpieza étnica perdura. Desde la entrada en vigor del alto el fuego, Israel lo ha violado repetidamente, con más de 256 personas asesinadas —104 de ellas solo el 28 de octubre, el día más mortífero desde el supuesto “fin de las hostilidades”–. Los ataques selectivos, las incursiones terrestres y los bloqueos de suministros básicos continúan con total normalidad, pero con un nuevo envoltorio discursivo digerible para las cancillerías europeas: el de la “defensa preventiva” o el “control de grupos terroristas”.

La hipocresía internacional alcanza niveles obscenos. Los mismos líderes que en Egipto se fotografiaron junto a Trump para celebrar la paz no reaccionan cuando el Parlamento israelí acaba de aprobar la anexión formal de Cisjordania, porque no quieren perder los jugosos contratos que están por llegar. La declaración del Knesset es un paso más en el plan histórico de limpieza étnica que pretende borrar cualquier posibilidad de un Estado palestino. La población palestina, confinada en cantones y zonas “autónomas” cada vez más pequeñas, vigiladas por drones y gestionadas por autoridades títeres, cada vez más cercana a su expulsión total. Y mientras tanto, la ONU emite comunicados, la UE “lamenta profundamente” y los medios hablan de “tensiones” como si se tratara de un conflicto entre iguales.
No hay simetría posible entre una potencia nuclear que ocupa, bloquea y asesina a una población sitiada y empobrecida. No hay “dos bandos”; hay opresores y oprimidos. Y cualquier alto el fuego que no reconozca esa asimetría, que no ponga fin al apartheid y al saqueo sistemático de tierras, no es un proyecto de paz, sino un paréntesis útil para que el ocupante se reorganice y para que Netanyahu pueda afrontar sus crisis políticas internas y mantener la cohesión del Estado.
Y sin embargo, incluso en medio de ese escenario, hay una certeza que se repite desde hace más de setenta años: el pueblo palestino no desaparece. Cada generación ha crecido bajo la ocupación y, aun así, sigue resistiendo. Y ni los muros, ni los drones, ni los “planes de paz” redactados en despachos extranjeros han podido borrar su dignidad.

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