Unos instantes de vergüenza

En la madrugada del 25 de diciembre de 1996, mientras los niños italianos esperaban la llegada de Papá Noel, frente a las costas de Sicilia se producía el mayor naufragio de la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Procedentes de India, Pakistán y Sri Lanka, 283 inmigrantes morían ahogados en un mar oscuro y tormentoso al pasar de una nave a otra, empujados a culatazos por los traficantes, en lo que debía ser su última escala hacia el paraíso occidental y eso después de un viaje interminable que había durado en muchos casos varios meses, apriscados en bodegas, golpeados y hambreados, trasladados de un barco a otro como latas de conserva o cabezas de ganado. Mientras los 283 inmigrantes se hundían en el mar con sus esperanzas —uno por uno, irrepetibles para sus madres y para sí mismos— también se hundían en el olvido”.

En abril de 2011, doscientos somalíes y etíopes morían ahogados frente a las costas de la isla italiana de Lampedusa; un mes más tarde, sesenta libios/as que huían de la guerra de su país morían de hambre y sed tras pasar dieciséis días a la deriva después de que embarcaciones de la OTAN se negaran a auxiliarlos; en septiembre de 2012, la Guardia Civil española hunde una embarcación cerca de Lanzarote cuanto trataba de abordarla, matando a siete marroquíes… Así podríamos seguir hasta llegar a las veinte mil personas que en los últimos veinte años se han dejado la vida en el Mediterráneo intentando alcanzar el paraíso europeo.

La mayoría se ha ido en silencio, sin que sepamos sus nacionalidades, sus historias y vivencias, únicamente engordando las cifras de las frías estadísticas. Pero otros/as, cuando su número era demasiado elevado como para ignorarlo, han abierto los telediarios y ocupado las portadas de los periódicos. Así ha ocurrido con los trescientos ochenta y siete inmigrantes que murieron el mes pasado tratando de llegar a Italia. La palabra vergüenza era la más repetida por los medios de comunicación, dirigentes políticos y tertulianos/as varios/as que de un día para otro descubrieron que en las costas de Lampedusa han muerto cerca de ocho mil inmigrantes en solo trece años.

Que Durão Barroso, presidente de la Comisión Europea, sentía vergüenza nos ha quedado claro. También que todos los periódicos españoles, los mismos que hace unos meses nos alertaban de que había centenares de subsaharianos/as esperando cruzar la valla de Melilla y nos hablaban de violentos asaltos de nuestra frontera, sentían vergüenza. Hemos escuchado a Rubalcaba, uno de los impulsores de la agencia FRONTEX para vigilar las fronteras, avisándonos de que “Europa no puede mirar para otro lado” y a su compañera de partido Elena Valenciano preguntándose que “¿Hasta cuándo Europa seguirá haciendo tan poco?” cuando ella, ocupando el Área de Política Internacional y Cooperación de la Comisión Ejecutiva del PSOE, se dedicó a disfrazar de ayudas a la cooperación a países norteafricanos programas para dificultar la inmigración. A Rajoy, quien ha dejado a los/as inmigrantes sin permiso de residencia sin asistencia sanitaria, hablando de una lamentable tragedia, y a Enrico Letta, primer ministro italiano otorgar la nacionalidad italiana a los/as muertos/as  mientras un fiscal acusaba a los/as supervivientes de un delito de inmigración clandestina penado con una multa de cinco mil euros y la expulsión del país.

Hemos escuchado tantas palabras vacías, tantos falsos lamentos, que nos ponemos de mala hostia. Porque vemos a los/as máximos/as responsables de los/as miles de muertos/as en nuestras fronteras hablarnos de casi cuatrocientos fallecidos/as como si hubiese sido algo inevitable, como si un huracán imprevisto hubiera tirado a estas personas al mar, como si un violento terremoto se los hubiera tragado. Como si se tratara de un fenómeno natural.

En Portopalo, un pueblecito costero de Sicilia, los pescadores echaban sus redes al mar y sacaban cadáveres; al principio completos, con ojos y cara y todo; después descompuestos o comidos por los peces; luego ya sólo huesos o metonimias duras, briznas de ropa y zapatillas viscosas. Durante meses y meses, los pescadores de Portopalo sacaban cadáveres en sus redes y, tras separarlos de los sargos y rodaballos, los devolvían al mar con la basura. Quizá les resultaba más fácil porque, como bien de-mostraba su tez cetrina, no eran «cristianos» como ellos, pero en todo caso no lo hacían por maldad o con desprecio: presionados por la ley del mercado y la competencia japonesa, no podían perder una jornada de trabajo.”

Mientras, los/as habitantes de la pequeña isla de Lampedusa, ponían un poco de cordura cuando contestaban a los/as políticos/as que escenificaron un funeral de Estado sin los/as familiares de los fallecidos/as y, como remate de la broma, sin los/as propios/as muertos/as,  que “los próximos muertos -porque habrá más muertos y lo sabéis todos- os los llevaremos a las puertas del Parlamento. Nosotros a los inmigrantes queremos acogerlos vivos, no muertos”. Pero la realidad es que no pueden acogerlos vivos/as sin arriesgarse a ser condenados/as por el delito de complicidad con la inmigración ilegal como les ocurrió a unos/as pescadores/as que socorrieron en alta mar a decenas de tunecinos/as a punto de ahogarse. Esta norma es llamada Bossi-Fini, por uno de sus impulsores, el ministro de la Liga Norte célebre por proponer hundir los barcos de inmigrantes con cuatro cañonazos para dar ejemplo, penaliza a quienes  introduzcan en el país a inmigrantes sin permiso de entrada, incluyendo a quienes ayuden a los barcos en los que viajan.

Durante meses y meses devolvieron los cadáveres al mar y en Portopalo todo el mundo lo sabía. El cura, el alcalde, los carabinieri, todos en el idílico pueblecito lo sabían y todos callaban, en un pacto de silencio que aseguraba, por encima de razones humanitarias y sagradas tradiciones funerarias, la supervivencia confortable de las familias, dependientes del turismo y de la pesca. Y así el mayor naufragio de la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial era repetido todos los días, una y otra vez, por los habitantes de Portopalo, que una y otra vez devolvían los cuerpos de las víctimas al mar en el que habían perdido la vida; y todos los días—en un esfuerzo reiterado que formaba ya parte de su trabajo—sumergían su memoria bajo las aguas.


FRONTEX y Eurosur. La enésima forma de militarismo humanitario

La respuesta italiana a la última tragedia de Lampedusa ha sido la operación “Mare Nostrum”, un dispositivo militar de vigilancia de las fronteras publicitado como un despliegue humanitario para evitar más muertes en el Mediterráneo. Este operativo será llevado a cabo por el Ejército italiano, en coordinación con FRONTEX, la Agencia Europea para el Control de las Fronteras. Esta Agencia fue creada en 2005 para la vigilancia de las fronteras, teniendo como principal objetivo la lucha contra la inmigración ilegal.

Como nos recuerdan desde Ferrocarril Clandestino (www.cerremosloscies.wordpress.com), FRONTEX tiene por mandato la lucha contra la inmigración llamada“clandestina” y no el salvamento en el mar y aumentar el número de sus efectivos en el canal de Sicilia no reducirá el número de muertos/as, sino que puede llevar a elevarlos. El control de una de las rutas marítimas usadas por las personas migrantes para llegar a Europa, lo que consigue es que los intentos de acceso se realicen por rutas menos vigiladas y más alejadas de la costa y, por lo tanto, más peligrosas. Como ya ha ocurrido en el Estado español, tras la hipervigilancia por medio de barcos militares, radares, infrarrojos… del Estrecho de Gibraltar, no se ha paralizado la salida de embarcaciones, sino que se han modificado sus rutas obligando a los/as inmigrantes a realizar trayectos más largos y partir de países cuyas costas están menos vigiladas, incrementando los riesgos de la travesía.

No hay que ser demasiado duros con los habitantes de Portopalo; nosotros hubiéramos hecho lo mismo; nosotros, de hecho, hacemos todos los días lo mismo; y cuando digo «nosotros» lo hago menos para culpabilizar a los lectores (cuya responsabilidad, como la del autor, es también, en mayor o menor medida, innegable) que para definir el campo de una comunidad espontánea e infligida, de la que todos somos al mismo tiempo transmisores, beneficiarios y damnificados, y para ceñir la monstruosa normalidad de «nuestra» cultura occidental o, más exactamente, de nuestra «civilización» capitalista.

Todos los fragmentos han sido extraídos del prólogo de «Capitalismo y Nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada» de Santiago Alba Rico.

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