Este texto, escrito por Bruno Latini Pfeil y Cello Latini Pfeil, fue publicado por primera vez por la Biblioteca Anarquista Lusófon en 2023. Traducción desde el original en portugués por Tía Akwa
En este ensayo, buscamos reflexionar sobre los entrelazamientos entre transexualidad, anarquismo y crítica a la cisnormatividad. Lejos de basarnos en un supuesto esencialismo sobre «ser trans» o «ser anarquista», concentramos nuestro estudio en una crítica, trans y anarquista, a la patologización y marginalización de la transexualidad y a la naturalización de la cisgeneridad. Señalamos que las organizaciones trans se valen de estrategias políticas alineadas con principios anarquistas – tales como acción directa, autodeterminación, apoyo mutuo, violencia revolucionaria e indivisibilidad de la libertad –, y que los movimientos anarquistas comúnmente reproducen violencias racistas/sexistas, en desacuerdo con los fundamentos de solidaridad y negación de la autoridad. A pesar de tal postura contradictoria, defendemos que los conceptos anarquistas fundamentales se muestran necesarios en las luchas por la emancipación trans. Así, reforzamos la conceptualización del trans-anarquismo, a partir de la identificación del sesgo inherentemente libertario de los movimientos trans por despatologización de la transexualidad, desnaturalización de la cisgeneridad, combate a la opresión intelectual y oposición a la dominación del Estado y sus instituciones.
TRANS-ANARQUISMO COMO CRÍTICA A LA OPRESIÓN INTELECTUAL
Es el reconocimiento de una incomodidad, raramente designada como tal, lo que motiva la escritura de este ensayo. Es la incomodidad ante cierta postura, que precede al contenido y lo determina, lo que genera confort o desplazamiento. El desplazamiento que suscitamos gira en torno a la cisnormatividad[1] y sus atravesamientos en corporalidades trans y disidentes de género[2]. Por medio de la institucionalización de la cisnorma, ocurre la disciplinarización de la transexualidad, su histórico de patologización y sus revueltas ante la autoridad institucional.
En tal institucionalización, destacamos la operacionalización de la autoridad científica, bien señalada por Paul B. Preciado (2019) en su célebre discurso “Yo soy el monstruo que os habla”. En él, el autor invitó a un auditorio lleno de psicoanalistas a reconocer las atrocidades defendidas en psicoanálisis y psiquiatría sobre el tratamiento, o la clínica, de la transexualidad; condujo a una tradicional escuela francesa de psicoanálisis a reconocer las violencias institucionales que atraviesan cuerpos trans en sus posibilidades discursivas:
Yo, como un cuerpo trans, como un cuerpo no binario, al que ni la medicina, ni la ley, ni el psicoanálisis, ni la psiquiatría reconocen el derecho de hablar con conocimiento especializado sobre mi propia condición, ni la posibilidad de producir un discurso o una forma de conocimiento sobre mí mismo. (PRECIADO, 2019, s.p.)
Preciado enfrentó el conservadurismo psicoanalítico que aún comprende la transexualidad como rasgo narcisista, o como característica de la psicosis, o como expresión contemporánea de histeria. A pesar de oponerse a posturas de la ciencia moderna, el psicoanálisis se forja en el seno de la misma, de modo que reproduce muchos de sus discursos universalistas. Traemos el ejemplo de Preciado porque es justamente en esa posición discursiva en la que nos encontramos: al oponernos a las ‘verdades’ de la ciencia moderna, e identificar la construcción histórica de la monstruosidad, del ‘Otro’, Preciado invierte los roles – se comprende en el lugar de la figura patologizada por los manuales diagnósticos, y elabora una crítica a la modernidad y sus artimañas. El cuerpo diagnosticado, patologizado y silenciado se coloca en posición de enunciador, se autodetermina y reduce el diagnóstico a un agregado de palabras cuya relación de sentido denuncia su carácter [cis]normativo.
Así, la crítica de Preciado al psicoanálisis no se limita a un único campo de saber, sino que se amplía al saber biomédico legitimado por las universidades occidentalizadas (GROSFOGUEL, 2016), las referidas máquinas de producción de conocimiento de la modernidad. Tal saber biomédico institucionaliza una dicotomía entre sujeto-investigador y objeto-investigado, pautando una jerarquía de saberes; o, como define Santos (2007), una monocultura del saber.
“Yo soy el monstruo que os habla”, enunció Preciado, y aquí enunciamos: yo soy el monstruo que os escucha. Individuos trans tuvieron, durante la recurrente historia del diagnóstico ‘transexual’, que escuchar a sujetos cis, en su mayoría blancos y heterosexuales, en sus elaboraciones sobre la ‘verdad’ de la transexualidad. La cisgeneridad históricamente ocupa espacios donde se elaboran diagnósticos, categorizaciones clínicas sobre disidencias sexuales y de género, entre las cuales destacamos la transexualidad. Tal como Preciado, nos sentimos inclinados a ese lugar de monstruosidad, pues es esa posición la que la transexualidad, mientras categoría diagnóstica, ocupó y actualmente ocupa. Tal es el escenario ofrecido a cuerpos disidentes de género en la academia, y es por posicionarnos contra esa y cualquier otra forma de violencia institucional que adoptamos, como referencial teórico, el pensamiento político anarquista.
La ‘anarquía’ contraría el imaginario de que las sociedades exigen naturalmente un regimiento estatal que las organice. Todo Estado, independientemente de su configuración, opera por medio de la imposición de la autoridad. La preocupación primordial de cualquier organización gubernamental es la preservación de su soberanía. Contraponiéndonos a cualquier imposición de autoridad, cuestionamos el rol de instituciones que se vuelven, en determinados momentos, a grupos sociales marginalizados en cuanto a la disidencia de género – o, como consta en la undécima edición del Código Internacional de Enfermedades, a la ‘incongruencia de género’.
Así, por medio de un referencial teórico anarquista, demostramos la intersección entre el anarquismo y las críticas a la cisnormatividad, de modo a elaborar lo que comprendemos como trans-anarquismo.
Elis L. Herman (2015), en su artículo Tranarchism: transgender embodiment and destabilization of the state, estudia la literatura tranarquista, que serían estudios asociando transgeneridad con anarquía. Herman discrepa de una asociación esencialista entre ser trans y ser anarquista, argumentando que, para ello, sería necesaria una definición única de transgeneridad – algo inviable ante las plurales existencias trans. Con todo, hay que reconocer el carácter transgresor y disruptivo de la disidencia de género, así como de la histórica resistencia a las violencias del Estado. Como escribe Herman (2015, p. 78) “La persona no conforme al género ha tenido una rica historia de resistencia por a la opresión estatal”. Nuestra asociación de anarquía con transexualidad no se reduce a un esencialismo, pues parte de la identificación, en la materialidad de organizaciones trans y de saberes trans contrahegemónicos, de importantes principios anarquistas – tales como acción directa, autodeterminación, apoyo mutuo, defensa invariable de la libertad y oposición a la opresión intelectual.
En una crítica anarquista a la ciencia institucionalizada, tenemos que el señalamiento de la cisnormatividad, dentro o fuera de la academia, toca el núcleo del rechazo libertario a la opresión intelectual (BAKUNIN, 1975). Al adentrarnos en la academia y reconocernos como sujetos de investigación; al producir un saber que reconoce la cisgeneridad y la restricción, nos valemos inherentemente de un posicionamiento libertario, de disrupción de la norma. Elaboramos, entonces, el trans-anarquismo como una ampliación del alcance del saber libertario, como el reconocimiento de los movimientos trans que se posicionan contrariamente a toda forma de violencia institucional y la combaten cotidianamente.
Para conceptualizar trans-anarquismo, es importante que se comprenda nuestro objeto de crítica – a saber, el saber institucionalizado sobre transexualidad –, así como nuestra proposición – que se reconozca la naturalización de la cisgeneridad dentro del pensamiento anarquista, así como la actuación de movimientos trans autónomos en nuestro contexto histórico y territorial. Buscamos identificar una laguna en las teorizaciones anarquistas con relación a los saberes trans, y proponemos que tal laguna sea llenada por la elucidación de un trans-anarquismo.
LA DESIGNACIÓN INSTITUCIONALIZADA DE LA TRANSEXUALIDAD
Al inicio del siglo XX, innumerables sexólogos, psiquiatras y psicoanalistas europeos y norteamericanos adoptan los términos transexualismo, travestismo, transexualidad para referirse a expresiones de género no-cisgéneras. A partir de la década de los 60, se nombra el fenómeno transexual, es decir, una supuesta emergencia de cuadros diagnósticos de transexualidad. Colocados como objetos de estudio, individuos trans tenían sus narrativas reducidas a la “condición transexual”; sus angustias, sus sufrimientos psíquicos y demás conflictos serían atribuidos a la transexualidad. Criterios para el diagnóstico de la transexualidad, o para su categorización, se establecieron por medio de tales premisas.
En otro trabajo, presentamos una historicización de este conjunto de criterios diagnósticos (PFEIL & PFEIL, 2022b). La patologización de la transexualidad tuvo un recorrido bastante datado y localizado: en 1978, se funda, en EE.UU., la Harry Benjamin International Gender Dysphoria Association, responsable de publicar los Standards of Care (SOC). En 1980, la transexualidad es incluida en el Código Internacional de Enfermedades (CID), firmado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y actualmente en su undécima versión. En este mismo período, la transexualidad es incluida en el Manual Diagnóstico de Trastornos Mentales (DSM), firmado por la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) y actualmente en su quinta versión. Hay diferencias entre los tres documentos: el SOC trata de cuestiones protocolares, defendiendo cirugías transgenitales como forma de tratamiento, así como procedimientos terapéuticos intensos; el CID-11 piensa la transexualidad como una incongruencia de género, contrastando con sus versiones anteriores, en que constaba el diagnóstico de ‘transexualismo’; el DSM-IV la aborda como un ‘Trastorno de Identidad de Género’ y trata de la identificación de la transexualidad en la infancia.
En su décima versión, el CID presentaba la transexualidad como el “deseo de vivir y ser aceptado como persona del sexo opuesto”. Ese deseo debería poseer datación. El individuo debería sentirlo por al menos dos años para, entonces, ser considerado verdaderamente trans. Actualmente, la definición no sufrió tantas modificaciones, pero la transexualidad dejó de ser un trastorno para ser una incongruencia. De todo modo, la disidencia de género, comprendida como incongruencia, continúa contrastando con una supuesta convergencia de género, es decir, aquello de lo que la disidencia está divergiendo.
Es interesante pensar que a la heterosexualidad, a la endonormatividad y a la cisgeneridad jamás se les atribuyó un lugar en el SOC, en el CID o en el DSM. Tales categorías no necesitan ser nombradas. Los códigos y manuales de medicina/psiquiatría producen la generificación en la medida en que estipulan qué cuerpos deben ser generificados, demarcados, y cuáles no necesitan ser mencionados, pues se camuflan como naturaleza. Los vínculos firmados entre sexo y naturaleza, heterosexualidad y función reproductiva, cisgeneridad – jamás mencionada o asumida – y biología serían tan solamente “un conjunto arbitrario de regulaciones inscritas en los cuerpos que aseguran la explotación material de un sexo sobre el otro” (PRECIADO, 2014, p. 26). Se naturaliza el cuerpo cisgénero y heterosexual, y las variaciones que de este derivan deben ser sometidas a la regulación institucional – comúnmente por medio de patologización. Se transforma el cuerpo contranormativo en aberración, en monstruosidad.
La designación monstruosa de la transexualidad puede ser percibida en ambulatorios trans. Aún que funcionen como dispositivos de acceso a la salud especializada, espacios coordinados exclusivamente por profesionales cisgéneros, sin participación dialógica con personas trans, reproducen invariablemente transfobias institucionales. El imaginario monstruoso de la transexualidad se reproduce en discursos médicos, siendo forzosamente impuesto a los pacientes: aquellos que no lo corroboran enfrentan impedimentos para ser aceptados en procesos transexualizadores; y aquellos que lo corroboran son acusados de reproducir las normas con las que desean romper. Los protocolos que rigen ambulatorios trans son tanto visibles como invisibles (BENTO, 2006); se expresan en burocracias y etapas evaluativas, de modo explícito, como también en miradas, comentarios sutiles, humillaciones y restricciones. Somos caracterizados como personas “[…] portadoras de un conjunto de indicadores comunes que las posicionan como transtornadas, independientemente de las variables históricas, culturales, sociales y económicas” (BENTO & PELÚCIO, 2012, p. 572).
De modo bastante frustrante, pero no imprevisible, tales espacios de salud se transforman en espejos de la cisnorma; ambulatorios trans se figuran como laboratorios de la cisgeneridad (PFEIL, 2019) – el transexual verdadero es aquel que refleja, en el máximo de instancias posible, lo que preconiza la cisnormatividad. El imaginario social desarrollado en torno a la transexualidad es de ambigüedad, al paso que el imaginario en torno a la cisgeneridad es de congruencia.
La caracterización mientras trastorno acompaña la historia de la transexualidad. De la misma forma, la no-nombración [não-nomeação] de la cisgeneridad acompaña su recorrido de naturalización. Se percibe, en ese escenario, una dinámica de nombración: ¿quién puede nombrar a quién? ¿Quién detenta el poder institucional, la autoridad científica y política, para nombrar?
Ese sujeto moderno se encarga de la autoridad de determinar a sí mismo como universal y de elaborar la figura del Otro, o, según Kilomba (2019), de la Alteridad. La Alteridad se inserta en la monstruosidad referida por Preciado. Podemos comprenderla como formada por la alterización, proceso observado por Toni Morrison (2019) en su obra El origen de los otros. Tal dinámica de nombración ocurre concomitantemente a una dinámica de no-nombrar. Siendo así, la conceptualización de la transexualidad en el CID-11 y el DSM-IV, manuales que corroboran institucionalmente discursos médicos fomentados hace tiempo por las universidades occidentalizadas, es respaldada por un imaginario social repleto de cultura, detentado en las manos de una blancura cisgénera y heterosexual. He aquí la traducción de norma en naturalización, acompañada por la producción de relaciones de poder institucionalizadas.
La academia que define qué es la transexualidad y la patologiza es la misma que se niega a reconocer el concepto de cisgeneridad – teniendo en vista que su emergencia se dio como iniciativa de despatologización, para anular el falaz antagonismo (PFEIL & PFEIL, 2022b) entre transexualidad y normalidad.
Marcan la nombración de ‘transexualidad’ y ‘cisgeneridad’ dos procesos históricos: la nombración del Otro por el sujeto universal, y la nombración del sujeto universal por el Otro (PFEIL; PFEIL, 2022a). Al paso en que la cisgeneridad nombra la transexualidad, sea mientras patología, rasgo perverso o comorbilidad delirante, la transexualidad, en contrapartida, se propone nombrar la cisgeneridad. Es algo que no ocurre mediante legitimación académica e institucional, sino mediante la revuelta de movimientos trans ante la patologización. Es en ese punto que identificamos nuestro sesgo libertario.
TRANS-ANARQUISMO COMO ESTRATEGIA EMANCIPATÓRIA
Para unos, el Estado es la representación del bien colectivo, del derecho universal, la cosa pública. La sumisión al Estado, la disposición de morir por él, significaría un acto sublime de devoción al colectivo, a la nación o a un ideal de “defensa de los valores”. La libertad de un individuo no dependería de la libertad de los otros, por el contrario – la libertad de los otros anularía la libertad de uno. El Estado sometería a su autoridad a los individuos de una sociedad para preservar su libertad y garantizarles seguridad. Esa perspectiva reproduce una idolatría al Estado, que De Moraes (2020b) nombra estadolatría: la incapacidad de concebir la vida sin el Estado, sin una instancia que nos gobierne. Con todo, como escribe De Moraes (2020a, p. 08), “todos los Estados funcionan a partir del derecho de matar”, incluyendo aquellos que adoptan un sistema de gobierno representativo, que se camufla detrás de la defensa de la democracia. La estadolatría, según el autor, se propagaría en las universidades occidentalizadas, consolidándose como una verdad no asumida – idolatramos el Estado, pero no lo sabemos.
El anarquista italiano Errico Malatesta comprendía que el anarquismo se sostiene fundamentalmente en la defensa de la libertad, impulsándonos a combatir todo lo que la restringe. Es anarquista aquel que se rebela contra la imposición de la autoridad – algo presente en el acto de autodeterminarse, como viven las personas trans. Para decirnos anarquistas, debemos unir la intolerancia frente a la opresión con “el amor por los hombres y con el deseo de que todos los demás tengan igual libertad” (MALATESTA, 2009, p. 7). La defensa de la abolición del Estado y del principio de autoridad está directamente ligada al hecho de que los anarquistas “son contra todas las formas de opresión de clase, sexual y racial, así como toda la manipulación política por parte del Estado” (ERVIN, 2015, p. 129), y se entienden favorables “de la amplia diversidad sexual, racial, cultural e intelectual, en vez de chauvinismo sexual, represión cultural, la censura y la opresión racial” (ERVIN, 2015, p. 147).
Nos corresponde realizar, todavía, un señalamiento sobre la cisnormatividad reproducida dentro de movimientos anarquistas. Anarquistas queer tejen críticas fuertes con relación a la reproducción de violencias de género dentro de ese campo práctico y teórico. Jeppesen & Nazar (2012) investigan las relaciones históricas entre anarcofeministas, anarcoqueers y el movimiento anarquista, y perciben tres movimientos: en el interior del anarquismo, feministas y queers desafían las normas de género vigentes y la reproducción de racismo, misoginia, transfobia; en el interior de grupos feministas y queer, denuncian la devoción al Estado, la estadolatría (DE MORAES, 2020a); en grupos antirracistas y anticoloniales, anarcofeministas y anarcoqueer comúnmente enfrentan discriminación. Así, las narrativas producidas por movimientos anarquistas feministas y queer experimentan una división – y menor diseminación – en relación con narrativas anarquistas cisnormativas, masculinas y blancas. Aún que no se pueda tratar del anarquismo como algo hegemónico, debemos asumir que, internamente a los movimientos anarquistas, se produce una hegemonía – de pensadores hombres, blancos, cisgéneros y heterosexuales que comúnmente reproducen normatividades y violencias racistas/sexistas. A despecho de su oposición vehemente a la autoridad del Estado y sus instituciones, se reproducen, en el seno de movimientos libertarios, dominaciones alineadas a la mantenimiento racista y patriarcal del Estado moderno. El anarquismo queer surge, entonces, en las décadas de los 60 y 70 como alternativa a ese direccionamiento contradictorio. En sus producciones artísticas y literarias, activistas del anarquismo queer señalan, entre otras cuestiones, para la consolidada narrativa histórica de la transexualidad.
Al identificar la historia de la transexualidad como forjada bajo miradas cisnormativas, por psiquiatras y sexólogos cisgéneros cuyas teorizaciones poseían aporte y legitimación institucional, queda nítida la relación entre los movimientos por despatologización y las críticas anarquistas al saber institucionalizado; entre la nombración de la cisgeneridad y la nombración de la violencia. No por acaso, es común que la reacción de académicos cisgéneros ante la nombración de la cisgeneridad sea como la reacción a una ofensa: negación, rebajamiento del concepto como ‘no científico’. Como mencionamos en otro trabajo (PFEIL & PFEIL, 2022a), esa reacción se asemeja a una recusa en abdicar de la universalidad, o de un aspecto naturalizado de sí. De la misma forma, al nombrar la estadolatría percibimos reacción similar, puesto que individuos estadólatras comúnmente se sienten ofendidos al tener su posición posicionada. A ese fenómeno, lo nombramos ofensa de la nombración (cf. PFEIL & PFEIL, 2022a).
La pretensión académica de producir un saber imparcial choca con las narrativas trans que ponen de manifiesto el sesgo de los diagnósticos que se elaboran sobre nosotros. Cabe, por tanto, una crítica anarquista a la ciencia institucionalizada. En su definición de qué es ser anarquista, Rocker se distancia de una utopía, del sueño de una realidad perfecta, y se acerca a la necesidad de buscar constantemente por la mejora de las condiciones de vida. Para él, el anarquista es “[…] una interpretación del pensamiento que se encuentra en constante progresión, que no se puede encerrar en cualquier círculo, a no ser que se quiera renunciar a él” (ROCKER, 2009, p. 4). De la misma forma, la producción de conocimiento no puede encerrarse en un círculo cerrado de individuos.
La ciencia universalista que forja la legitimidad de la autoridad gubernamental dirige el modo como personas trans son tratadas en ambulatorios y hospitales, en procesos transexualizadores, en tribunales y otras instancias. Si los gobernantes legitiman su posición de poder por medio de una legislación basada en sesgo científico, inferimos entonces que los profesionales de salud también legitiman su posición de poder por medio de un sesgo científico. La defensa anarquista de libertad es, así, contrariada, así como de igualdad – como escribe De Moraes (2020b, p. 68), “la plena libertad es incompatible con el racismo, la discriminación y la sociedad patriarcal, con el proyecto de la modernidad, con el capitalismo y la colonialidad”.
El sesgo científico legitima otras violencias institucionales, tales como las burocracias en procesos de rectificación de nombre y género, o operaciones policiales de caza a travestis. Hasta 2018, por ejemplo, para que un individuo trans brasileño rectificara nombre y género en sus documentos civiles, debería presentar legalmente informes psiquiátricos y psicológicos que atestaran su transexualidad. El Estado solamente reconocería como trans a los individuos encuadrados en los criterios de la patologización. Con relación a la violencia policial, tenemos la Operación Tarántula que, en 1987, se destinó a cazar travestis en las calles de São Paulo, bajo alegación de que estarían contribuyendo para la proliferación del VIH (CAVALCANTI et al., 2018). La utilización del crimen de “contagio venéreo de VIH” para acusar travestis y cazarlas demuestra el entrelazamiento entre la ciencia institucionalizada y el poder del Estado. O sea, lo que es verdadero para la ciencia también lo es para la legislación. Es a partir de la legitimación de ese saber falaz sobre transexualidad que demás instituciones gubernamentales se posicionan.
En ambos los escenarios citados, opera la Necrofilia Colonialista Outrocida (DE MORAES, 2020a) por medio del Estado y de sus instituciones. De Moraes conceptualiza la Necrofilia Colonialista Outrocida (NCO) en tres tiempos: necrofilia siendo el amor por la muerte; colonialista como herencia del colonialismo; y outrocida como el deseo por el aniquilamiento del ‘otro’ – que se designa por el cuerpo negro, indígena, trans, con discapacidad. La outremización (MORRISON, 2019) produce la Outridad (KILOMBA, 2019), siendo el outrocidio (DE MORAES, 2020a) la operacionalización del exterminio del otro. El objetivo de nombrar la cisgeneridad es exactamente escanar ese movimiento outrocida. Solamente el Otro posee un nombre: el trans, el negro, el indígena, la persona con discapacidad etc; solamente el Otro es marcado como alvo. El sujeto de la blancura y de la cisgeneridad, por otro lado, no es visto por las instituciones genocidas; no es transformado en alvo. Y si la NCO caracteriza, en la actualidad, el poder del Estado moderno, podemos afirmar que el Estado es inherentemente anti-trans, anti-negro, anti-indígena, anti-discapacidad, productor de Outridades y practicante de outrocidios.
La NCO sería, entonces, aquello que mueve el poder del Estado moderno: un anhelo colonial y, por tanto, racista y patriarcal, por la muerte del Otro. Es común condenar reacciones populares a la violencia del Estado como terroristas o prácticas criminales. Anarquistas comprenden el uso de la fuerza, todavia, por otro sesgo: “Queremos emplear la fuerza contra el gobierno porque éste nos tiene dominados por la fuerza” (MALATESTA, 2007, p. 56). La violencia revolucionaria es una forma de autodefensa contra las cotidianas investidas institucionales contra nuestros cuerpos, tal como ocurrió en las revueltas de la Cafetería Gene Compton (1966) y de StoneWall (1969) en Estados Unidos. Esas dos revueltas de personas disidentes de género contra fuerzas policiales desencadenaron innumerables movimientos trans revolucionarios alrededor del mundo. Si el Estado es la negación de la libertad, toda violencia que le es dirigida se constituye como autodefensa. He aquí la expresión de la violencia revolucionaria, organizada con base en acción directa y apoyo mutuo, y efectuada para garantizar la autodeterminación frente a la deslegitimación institucional.
En relación a corporalidades trans, la muerte social precede a la muerte física, en la medida en que el irreconocimiento de nuestras identidades, legitimado por el sesgo científico, desconsidera nuestras existencias. Somos aniquilados en la medida en que luchamos para existir, para ser y construir un lugar que no sea un no-lugar. Y esa lucha se pauta en acción directa – pues el Estado no se organiza de modo a reconocer nuestras existencias – y apoyo mutuo (KROPOTKIN, s.d.). Las tentativas de burlar ese mecanismo raramente son individuales; son perpassadas por redes de cooperación (PFEIL, 2020). La doble origen de la idea anarquista, según Kropotkin, se debruza en la crítica a la jerarquía y al autoritarismo, acompañada del elogio a organizaciones sociales y movimientos que nítidamente rechazan ambos los factores criticados.
Es en ese sentido que observamos la actuación del anarquismo queer, que denuncia la categorización de ciertas inclinaciones como normales (JEPPESEN & NAZAR, 2012). En la complejificación teórica de las vertientes anarquistas, organizaciones anarquistas crecieron mucho en virtud de movimentaciones de mujeres que, aunque comúnmente no se consideraran feministas, contribuyeron fuertemente tanto para el anarquismo como para las ideas radicales de emancipación femenina.
En encuentros anarquistas de la década de los 80 y posteriormente, hubo una diseminación de materiales asociados al pensamiento queer radical, alineados a la perspectiva política anarquista (JEPPESEN & NAZAR, 2012). Se percibe, así, que los movimientos de personas queer, trans y LGBTI+ de manera general surgen de fuera de los muros del Estado, fuera de instituciones, de aparatos gubernamentales coercitivos. Los dispositivos institucionales que actualmente se vuelven a personas trans, como, en Brasil, ambulatorios trans regidos por el Proceso Transexualizador, no operarían sin la presión de estos movimientos, y no se habrían mejorado, en el sentido de reproducir menos violencias institucionales, no fueran las denuncias colectivas de usuarios y activistas.
Nuestro direccionamiento libertario nos conduce a la confrontación del dominio del Estado, de las normatividades que restringen nuestras libertades, con la reivindicación continua de la autodeterminación. Pues que, como se ha escrito en otro trabajo (PFEIL, 2020), si la libertad de un pueblo es su capacidad de autogobernarse, la libertad de un cuerpo es su capacidad de autodeterminarse. La elaboración de trans-anarquismo no se trata, por tanto, de identificar algo como una esencia trans, o una esencia anárquica; se trata de identificar el aspecto anárquico de las estrategias de movimientos trans en confrontar el Estado – considerando que ser trans significa tener que enfrentarse con violencia del Estado y sus instituciones, en mayor o menor intensidad, invariablemente. Esa violencia institucional se traduce, en el escenario académico, en apagamiento histórico y exclusión; o en algo que Santos (2007) nombra como epistemicidio. En nuestro caso, se silencian narrativas trans sobre transexualidad, y se exaltan narrativas cisnormativas. Las consecuencias de eso se esparcen desde la elaboración de leyes antitrans hasta la demonización de cuerpos trans.
Comprendemos, así, que el sesgo científico respecto a la transexualidad produce silenciamiento. Los movimientos por la despatologización denuncian ese silenciamiento. No es de nuestro anhelo ‘pedir’ por libertad a sujetos incapaces de concederla y de comprenderla; sujetos enredados en la normatividad de tal forma que consideran amenazadora cualquier incidencia de desvío – “aquel que amarra es tan preso como aquel cuyos movimientos son dificultados por las cuerdas atadas” (PRECIADO, 2019, s.p.). Es incoherente pedir por libertad a aquellos que la reparten – Bakunin (1975, p. 26) explícitamente defiende la indivisibilidad de la libertad: “La libertad es indivisible: no se le puede suprimir una parte sin destruirla por entero”. La libertad de uno depende de la libertad de los otros. Nuestra libertad de autodeterminación depende de la libertad de cualquier persona trans en autodeterminarse. No es posible que una persona sea plenamente libre en su expresión e identidad de género mientras todas las otras no sean capaces de autodeterminarse en relación a sus cuerpos y expresiones de género. Y esto abarcando no solamente la transgeneridad, como cualquier marcador de sexualidad, territorialidad, identificación étnico-racial y corporalidad.
Bakunin argumenta que una academia revestida de soberanía no posee otro destino sino la corrupción moral e intelectual. La opresión intelectual, que toma el saber como posesión y privilegio, es una de las más crueles, pues determina que o se posee saber o no se posee, y lo que decide quién posee o no saber es un poder institucionalizado. Es contraponiéndose a esa academia, revestida de soberanía, que nombramos la cisgeneridad, la blancura, la corponormatividad, y demás artificialidades institucionalizadas como ‘naturaleza’. Es en el sentido del trans-anarquismo que tales nombraciones llevan consigo la potencia de la desnaturalización, hasta incluso internamente a los movimientos anarquistas.
Sugerimos, entonces, que cuerpos trans, al posicionarse contra las normatividades sistematizadas e institucionalizadas en forma de naturaleza, transgreden la Ley y la moralidad y demuestran su fragilidad. Al nombrar la cisgeneridad en espacios de producción de conocimiento – especialmente en los espacios que sirvieron como berce de la patologización –, confrontamos la opresión intelectual que nos empuja fuera de los muros institucionales. Del punto de vista teórico, si partimos del principio de que la cisnormatividad, como componente fundamental de la blancura, se sostiene en prácticas de opresión y violencia, percibimos no haber ideología que mejor contribuya para la emancipación de los cuerpos trans que el anarquismo, este método para alcanzar la libertad. Malatesta (2009, p. 04) define anarquismo como “el método para realizar la anarquía por medio de la libertad y sin gobierno, o sea, sin organismos autoritarios que, por la fuerza, aún que sea por buenos fines, imponen a los demás su propia voluntad”. He aquí la expresión de la cisnorma en ambulatorios trans, en el histórico de patologización y violencia policial contra cuerpos disidentes de género.
Si, como afirma Preciado, somos colocados en el lugar de la monstruosidad, que nos apropiemos de tal designación; que nos valgamos del trazo monstruoso para orientar nuestras elaboraciones teóricas; que la monstruosidad sirva como evidencia de singularidad, y que denuncie la artificialidad de las identidades modernas. Es en este sentido que defendemos la importancia práctica y teórica de una perspectiva transanarquista: que se oriente por el desmantelamiento de las naturalizaciones modernas/coloniales no solamente en relación a la cisgeneridad, como a los demás posicionamientos que se niegan a nombrarse.
Al igual que el anarquismo queer, surgido inicialmente en Europa y Estados Unidos, el transanarquismo reitera las críticas al propio movimiento anarquista, identificando, en el corazón de esta filosofía política, la reproducción de discursos cisheteronormativos. Considerando la imposibilidad práctica de defender las vidas trans y, por consiguiente, la autoridad del Estado como necesaria para la organización social, comprendemos que existen inclinaciones inherentemente libertarias en los movimientos trans, categorizadas, en la teoría política anarquista, bajo los conceptos de acción directa, ayuda mutua, federalismo y violencia revolucionaria; y comprendemos que la violencia institucional se reproduce en los movimientos anarquistas, lo cual, si bien puede parecer que excluye a los cuerpos trans de la «escena revolucionaria», solo contribuye a fragmentar los movimientos emancipadores: este es el separatismo observado por Jeppesen y Nazar.
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[1] La cisnormatividad es el término acuñado para describir la naturalización de la identidad cisgénero; su transformación en una norma considerada ideal. La identidad cisgénero es un término que se utiliza para designar a quienes se identifican con el género que se les asignó al nacer, a diferencia de las personas transgénero.
[2] Definimos la disidencia de género como cualquier experiencia de género que diverge de la cisnormatividad y la heteronormatividad.
