Nuria Alabao: “Podemos frenar a las extremas derechas generando alternativas deseables y creíbles”

Las guerras de género. La política sexual de las derechas radicales es un libro denso, claro y muy documentado. Su autora, Nuria Alabao (València, 1976, investigadora y activista), analiza los elementos centrales del movimiento ultraconservador global en relación con las cuestiones de género, apoyándose en datos y ejemplos que va hilvanando para exponer la dimensión y transversalidad de un ecosistema complejo, pero también sus inconsistencias. Y ofrece claves que permiten afrontar uno de los mayores retos en estas guerras culturales: saber a qué nos enfrentamos.

Desde una perspectiva feminista, global y también procesal, su mirada nos invita a dejar de hiperventilar y aplacar el susto, aunque también es valiente y directa al dirigirse a quienes buscan esperanza: no hay atajos, hay que escapar de las dinámicas de reacción y distracción que la ultraderecha trata de imponer y construir desde la base, juntas, ampliando la democracia.

Os dejamos a continuación contra la estimulante entrevista que le realizó Gloria López para Píkara, en la que abordan este “manual” que ofrece las preguntas adecuadas para comprender y actuar frente a la utilización del género por la ultraderecha.

¿Qué hay en el género? ¿Por qué interesa tanto ese tema?

La cuestión sexual moviliza afectos profundos que escapan a la racionalidad: articula miedos y sacralizaciones diversas. Se ha construido históricamente como un terreno de control social, donde lo desviado amenaza el orden reproductivo. Esta configuración responde a un diseño de siglos orientado a subordinar a las mujeres y asegurar la reproducción de las clases y del capitalismo. Por otro lado, en los discursos de las extremas derechas, las ansiedades que causan las transformaciones sociales como el cambio en los roles de género o la multiplicación de identidades, personas trans, no binarias, etcétera, se vinculan aquí con malestares diversos ligados a las condiciones materiales de vida. Las extremas derechas redirigen esas frustraciones hacia las luchas feministas y LGTBIQ+ presentándolas como culpables, o como amenazas al orden social y generando fantasmas que movilizan afectos. Lo afectivo aquí es clave. En momentos de desafección política, explotan esas emociones para construir enemigos, identidad y desviar el conflicto social.

Por una parte, el libro analiza lo que llama “pánico moral”, como estrategia del movimiento global ultraconservador y por otro, aborda la ausencia de un proyecto político emancipador de izquierda que dé respuestas a este escenario de múltiples crisis. ¿Cuáles son esas crisis y cómo son aprovechadas por la ultraderecha para instalar y fortalecer los pánicos morales?

Es evidente que nos encontramos en un momento de múltiples crisis: ecosocial, económica, incluso del propio neoliberalismo. En esta inestabilidad emergen los actores ultras que aspiran a canalizar el descontento o la desafección política presentándose como antisistema. Para ello dicen que son los únicos que se atreven a confrontar contra lo políticamente correcto cuando en realidad están generando pánicos morales en torno a la sexualidad, como la infancia amenazada por la educación sexual, o el miedo a los migrantes representados como agresores sexuales. A esto se suma una crisis de los proyectos de izquierda: no solo por la ausencia de un horizonte emancipador o la pérdida de credibilidad, sino por la descomposición de las formas organizativas que, en el pasado, estructuraban comunidades donde era posible vivir de otra manera y de acuerdo a otros valores, como sucedía en el movimiento obrero. La extrema derecha se aprovecha de este vacío para dar un sentido reaccionario a estos miedos. El reto sería darles un sentido emancipador.

Sitúa el origen de las guerras de género en 1968. ¿Por qué?

Después de estas revueltas del 68, con el surgimiento de las luchas feministas y de las disidencias sexuales, emergen diversos actores conservadores, no solo partidos, también iglesias y movimientos sociales, que van a construir una gramática política reaccionaria para oponérseles. Las guerras de género tienen su origen en esa reacción organizada frente a las conquistas de nuevos sujetos que cuestionaban el orden sexual y familiar y la moral tradicional y que transformaron la sociedad, quiero creer que para siempre.

Una de las características de estas guerras es que permiten crear alianzas amplias y potentes entre agentes en principio heterogéneos.

Estas cuestiones de género tienen una increíble capacidad para articular alianzas amplias entre actores en principio heterogéneos. En lo que llamamos internacional antigénero convergen iglesias, organizaciones de tipo movimentista o de la sociedad civil donde tienen un papel muy destacado las organizaciones relacionadas con el derecho. Estas últimas desempeñan un papel clave: cuentan con abundantes recursos y actúan en tribunales internacionales como el TEDH, promoviendo litigios estratégicos para atacar derechos o a las propias activistas feministas o LGTBIQ+. Además, impulsan instituciones transnacionales como el Congreso Mundial de las Familias, que coordina discursos, financiación y acciones en distintos países. Todo ello constituye un dispositivo de integración política global, con apoyos financieros poderosos como los provenientes de la derecha religiosa estadounidense o de empresarios del entorno de Vladimir Putin. Deberían ser enemigos, pero cuando se trata de “defender los valores tradicionales” se entienden muy bien. Las cuestiones de género son el principal espacio de coordinación de estos actores ultra.

¿Cuáles son las narrativas de esas guerras?

Algunas de sus grandes narrativas giran en torno a la defensa de la familia tradicional o la lucha contra la llamada ideología de género. Con esta fórmula, el Vaticano y otros actores intentaron contrarrestar el avance de los derechos sexuales y reproductivos en los organismos internacionales durante la década de 1990, y el auge del feminismo. Presentan el género como una construcción ideológica, anticientífica y contraria a la naturaleza, con el objetivo de deslegitimar esos derechos y reforzar los roles de género normativos y la división sexual del trabajo. Otra narrativa central, especialmente en Europa y particularmente peligrosa, es la que entrecruza género, raza y migraciones. Lo que Sara Farris denomina la sexualización del racismo: atribuir el machismo, el sexismo y la violencia a otras culturas, especialmente al islam y a la población migrante magrebí. Esta narrativa justifica políticas securitarias y ha alentado ataques contra centros de menores, en nombre de la supuesta protección de nuestras mujeres. Creo que este es actualmente uno de los principales retos para el feminismo de transformación. Finalmente, otro eje discursivo clave es el demográfico: el relato del invierno demográfico y las teorías del gran reemplazo, que colocan a las mujeres en un papel reproductivo al servicio de un nacionalismo de carácter étnico.

La familia es un eje central para la derecha radical. Mientras, usted ha defendido la necesidad de abolir la familia. ¿Cómo sería esta propuesta?

La familia se ha naturalizado como el único espacio legítimo para la reproducción social: la crianza, el cuidado de personas dependientes o la gestión de momentos clave de la vida como la infancia, la vejez o la enfermedad. Pero esto es una construcción histórica y contingente. El lema abolir la familia proviene de los años 70 y expresa la crítica a la familia y al papel subordinado de las mujeres en ella. Existen visiones distintas: una más socialista, que apuesta por socializar el cuidado y redistribuirlo a través del Estado; otra más anarquista, que propone generar formas autónomas y comunitarias de organizar la vida y los afectos. En ambos casos, la propuesta implica desprivatizar los cuidados, extenderlos más allá del núcleo familiar y evitar que políticas como las de conciliación sigan reforzando ese modelo.

Volviendo a las guerras culturales. ¿Hay que entrar, en el sentido de intentar ganarlas?, ¿hay que hacerles vacío?, ¿cómo actuar?

Las guerras culturales pueden funcionar como tácticas de distracción: desvían la atención de cuestiones estructurales y reencuadran el conflicto político en términos partidarios e institucionales, muchas veces lejos de las soluciones más emancipadoras. Desde los movimientos de base, es fundamental preguntarnos qué está realmente en juego cuando se activa una de estas polémicas. Por ejemplo, con el pin parental en Murcia, una propuesta casi inaplicable, la izquierda reaccionó dentro del marco impuesto por la derecha, en lugar de proponer un avance: la inclusión de la educación sexual en el curriculo oficial, una demanda histórica del feminismo. Este tipo de dispositivos están diseñados para provocar reacción, y al hacerlo reforzamos su agenda y les damos centralidad.

Algunos datos parecen afirmar que los jóvenes cada vez más se sienten atraídos por las tesis ultras que además se presentan como antisistema. ¿Esto es así?

En términos generales, creo que las generaciones jóvenes son hoy más abiertas que las anteriores. Es cierto que una parte muestra afinidad con discursos de extrema derecha, pero también lo es que, según los estudios, aunque muchos rechazan el feminismo, una gran mayoría se posiciona a favor de la igualdad. Esto obliga a preguntarse qué tipo de feminismo les llega a través del mainstream que provoca esta reacción. Además, en los últimos años, el feminismo se ha vinculado fuertemente a disputas entre partidos, a figuras institucionales, y a las autoridades escolares. Así, la posición “rebelde” pasa por declararse antifeminista, aunque eso no se traduzca automáticamente en actitudes más machistas. Es cierto también que una parte de los chicos consume contenidos de la manosfera, y también que Vox ha sabido traducir esa reacción en términos electorales. En cualquier caso, muchas chicas han sido fuertemente atravesadas por esta ola feminista y difícilmente van a aceptar ciertos comportamientos regresivos.

Hay algunas ideas de la ultraderecha que también han calado incluso dentro del feminismo. Desde la idea del populismo punitivo hasta esas corrientes que se posicionan contra las personas trans.

No diría que estas posiciones dentro del feminismo sean causadas por la extrema derecha, pero sí que comparten un espacio discursivo. El feminismo no está al margen, sino en el centro de las tensiones políticas de cada momento histórico, y el actual está atravesado por una derechización social profunda. En ese contexto, vemos cómo ciertos marcos, como el rechazo a las personas trans o el punitivismo, resuenan con agendas reaccionarias. Por ejemplo, el argumentario de Abogados Cristianos contra la ley trans es idéntico al que sostiene el feminismo transexcluyente. Lo mismo ocurre con la idea de que la solución a las violencias pasa necesariamente por un refuerzo penal, por más policía o más cárcel. Hay un feminismo que en estas cuestiones coincide con el populismo punitivo de las extremas derechas. Por eso creo que el feminismo debe hacer una reflexión crítica para evitar que el trabajo de visibilización de la violencia que hemos hecho estos años acabe siendo instrumentalizado en clave securitaria, reforzando lógicas que van contra nuestra propia emancipación.

Y también hay políticas que se están llevando a cabo desde hace años en Europa, que no son tan diferentes a los planteamientos conservadores. Un ejemplo lo encontramos en las políticas migratorias europeas.

Sí, creo que existe una tendencia creciente a atribuir todos los males existentes a la extrema derecha, cuando en realidad muchas de las políticas que hoy se aplican en Europa, especialmente en el ámbito migratorio, no difieren sustancialmente de sus planteamientos. La externalización de fronteras, la criminalización del rescate en el mar o el internamiento de personas migrantes son políticas sostenidas durante años por gobiernos progresistas. Es importante reconocer que el desplazamiento del campo político hacia posiciones autoritarias y xenófobas no es exclusivo de las extremas derechas, sino que lo encontramos en buena parte del espectro político.

En el libro dice que los integrantes del movimiento ultraconservador son pocos, pero muy activos y que, en algunos casos, han tenido capacidad de legislar, pero no de cambiar el estado de la opinión pública (por ejemplo, con el tema del aborto en Estados Unidos). ¿Existe una sobredimensión mediática?

Sí, a menudo no buscan representar a una mayoría social, sino articular bloques sociales heterogéneos con capacidad de incidencia política. Es una estrategia que combina sobrerrepresentación mediática con la movilización de minorías muy activas. En el caso de Vox, por ejemplo, se dirige a sectores específicos: parte del mundo rural, defensores de la caza, hombres divorciados, es el partido con mayor apoyo entre este grupo. No son mayoritarios, pero sí altamente movilizados, disciplinados electoralmente y capaces de arrastrar a otros. En un contexto marcado por la desafección política, esa capacidad de activar núcleos duros y polarizar el debate tiene un impacto desproporcionado.

También dice que el reto es “ser capaces de identificar los peligros reales y sus manifestaciones en medio de auténticas máquinas de propaganda (…) y transformar esos diagnósticos certeros en organización y acción política”.

Ellos buscan representar la desafección política y apelan a quienes están desencantados con el sistema, a quienes desearían cambios más radicales, aunque las soluciones que proponen las extremas derechas no mejoren en realidad sus vidas. Parte de la izquierda y de los movimientos sociales ha asumido el marco del mal menor: defender lo que hay porque lo que viene sería aún peor. Pero eso encierra una renuncia. Creo que el verdadero reto es recuperar la dimensión contestataria que tuvo el 15M: volver a cuestionar el sistema, abrir horizontes de posibilidad. Solo así, generando alternativas deseables y creíbles, podemos frenar a las extremas derechas. La reacción no se combate con gestión, sino con disputa de sentido y proyecto político.

Habla de una crisis de sentido que “convierte la total incertidumbre en la única certeza y el miedo en la tonalidad afectiva predominante”, escribe. ¿En qué intangible podemos apoyarnos?

Creo que la única forma de superar el miedo es juntas. Son los proyectos políticos de base los que verdaderamente permiten tanto resistir como imaginar y ensayar otras formas de vida. Espacios de apoyo mutuo, de sindicalismo social, de organización comunitaria, donde se produce el contacto cotidiano entre personas de orígenes y clases distintas, son también espacios donde puede emerger un proyecto político común, no basado en el miedo o la identidad cerrada, sino en el reconocimiento del otro y en la construcción colectiva de mundo. Ahí se incuban formas de vida vivibles.

Comparte y difunde

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad