Imaginarios en disputa. De superhéroes, Milei y El Eternauta

En los últimos años hemos asistido a un auténtico boom de los superhéroes, que se ha traducido sobre todo en el estreno constante de taquillazos cinematográficos, pero también en la proliferación de series, videojuegos, y la plaga omnipresente del merchandising. Es probable, sin embargo, que el éxito en taquillas no sea proporcional a su verdadera repercusión social, mucho más modesta en la actualidad que aquella de la que gozaron los héroes de tebeo en otros momentos históricos. A menos que tomemos en consideración la influencia que los superhéroes ejercen sobre ciertos tecnomagnates con delirios de grandeza, que dicen sentirse inspirados por personajes del universo de las capas y los antifaces. Cualquiera que sea el caso, resulta evidente que esta nueva fiebre superheroica cabalga sobre los productos audiovisuales, especialmente en aquellos provenientes de las casas editoriales Marvel y DC comics, que por un lado siguen explotando hasta la extenuación a las franquicias insignia de sus respectivos universos, y por el otro han sabido exhumar personajes de segunda línea que parecían condenados al olvido universal.

En efecto, desde su surgimiento a mediados de la década de los treinta a esta parte las narrativas superheroicas han evolucionado notablemente, hasta llegar a reflejar buena parte de las inquietudes de los y las lectoras de hoy en día. Aunque, cualquier aficionado al género superheroico con cierta visión crítica del fenómeno admitirá que, en la mayor parte de las adaptaciones que se han hecho de los tebeos al formato audiovisual, la que sigue primando es la versión más rancia de los imaginarios superheroicos. Aquella que reduce la complejidad social a las coordenadas simplistas de un enfrentamiento entre el bien y el mal —encarnados en héroes y villanos respectivamente— y al resto de personajes que no poseen ningún tipo de superpoder o singularidad reseñable, los fija a la condición de víctimas, siempre a la espera de un salvador que acuda en su rescate. Personajes congelados en el trauma, la ofensa o el daño recibido. Dicho de otra manera: les condena a la insignificancia narrativa y a la impotencia política.

Precisamente, lo que aquí nos interesa es indagar en las intersecciones entre cultura y política. Ya hemos dicho que las narrativas superheroicas se han ido complejizando con el paso del tiempo y al albur de los cambios sociales. Lo que, por el contrario, ha permanecido inmutable a través de las décadas, seguramente debido a que hace a la esencia misma de lo que los superhéroes representan, es la centralidad que ocupa la noción de potencia dentro de este imaginario. Sencillamente no se pueden entender los superhéroes si no es como criaturas dotadas de algún tipo de potencia extraordinaria, materializada en los famosos superpoderes.

Precisamente en un momento en que muchos hombres se sienten impotentes y perciben los avances feministas como una amenaza que pende sobre sus privilegios, poniendo en jaque el rol que la cultura patriarcal históricamente les había asignado, los superhéroes encarnan el ideal —o más bien, la fantasía— de omnipotencia masculina, que de algún modo viene a restaurar el mandato patriarcal del macho protector y proveedor, de igual modo que en el terreno político lo hacen una serie de liderazgos cuyo ideario está vinculados a posiciones cada vez más reaccionarias. Uno de los rasgos que distingue a estos charlatanes es su discurso extremadamente agresivo, se trata de megalómanos ávidos por escenificar atributos tales como fortaleza, fuerza y virilidad. Todos ellos, como decimos, declinaciones de la potencia. Por eso no resulta sorprendente que tiparracos como Elon Musk fantaseen con —y se autoperciban como— héroes de tebeo enviados a restaurar el orden del cosmos. Tampoco descubrimos nada si decimos que los superhéroes encarnan el arquetipo de esa masculinidad que, en palabras de Rita Segato, «busca mostrar potencia, aunque sea monstruosa». Y aunque es evidente que la obsesión por «mostrar músculo» no es otra cosa que una sobrecompensación de quien se siente débil, conviene no confundir débil con inofensivo. De ahí que tampoco sea sorprendente que un acomplejado de manual como Javier Milei, que representa mejor que nadie cierta forma testosterónica del resentimiento, mucho antes de convertirse en el presidente de la Argentina, escogiera presentarse ataviado precisamente como superhéroe. Porque justamente Milei encarna a la perfección esa «potencia monstruosa» a la que vulgarmente llamamos prepotencia.

El Eternauta y el sino del héroe colectivo

Esa moda superheroica, sumada al hecho de que el paisaje postapocalíptico que describe su trama conecta directamente con uno de los grandes traumas del presente, justifican que una plataforma como Netflix haya estrenado recientemente El Eternauta, miniserie inspirada en el clásico homónimo del cómic argentino y que ha servido, al menos en Argentina, para poner en tensión al conjunto de valores que hacen suerte en nuestro tiempo y que están en la base del arquetipo superheroico. El Eternauta fue publicada entre 1957 y 1959 con guiones de Héctor Germán Oesterheld e ilustrada por Francisco Solano López y narra la invasión alienígena del mundo, que se inicia con una nevada tóxica que aniquila a la mayor parte de la población mundial, con la singularidad de que se nos cuenta desde una Buenos Aires completamente arrasada.

El Eternauta es sobre todo un cómic de ciencia ficción distópica con un fuerte trasfondo político, en el que si bien se respetan las estructuras canónicas del género, se invierten los presupuestos ideológicos que acompañaron el auge de las películas de invasiones extraterrestres durante los años de la Guerra Fría, por lo que buena parte de las películas de sci-fi rodadas en Hollywood durante la década de la «caza de brujas» (1947-1957) nos muestran a los Estados Unidos bajo una invasión que amenaza el american way of life. En el relato arquetípico, los invasores provenían de Marte, ya que lo del «planeta rojo» daba en aquel momento mucho juego, y ya se sabe que la ciencia ficción siempre ha sido un terreno abonado para las alegorías políticas, por lo que durante los años del macartismo, la «fábrica de sueños» hollywoodense fue sin dudas un aparato ideológico y propagandístico de los Estado Unidos funcionando a pleno rendimiento.

Oesterheld respeta las convenciones formales del género, aunque las adapta a su propio contexto geográfico y social. La suya es también una invasión que hace peligrar un estilo de vida, tan solo que la idiosincrasia amenazada en este caso es una identidad periférica como lo es la argentina, alejada de los grandes centros de irradiación ideológica. Por lo que la lectura que cabe hacer de El Eternauta será necesariamente diferente a la que haríamos de cualquier película o comic book de marcianos producido en EEUU durante el mismo período, por el simple hecho del contexto en el que fue escrito. Esto es, al sur del Río Bravo y lejos de los centros en los que se cocía entonces y ahora la hegemonía cultural. El Eternauta es el producto de una cultura subalterna y profundamente marcada por las diferentes oleadas coloniales que la azotaron. Y desde estas premisas, el relato de una invasión perpetrada por un amplio catálogo de seres extrañísimos no puede constituir otra cosa que una advertencia contra las pulsiones colonialistas de las grandes potencias imperialistas.

De los superhéroes como perpetuadores del status quo

Umberto Eco fue uno de los primeros en señalar cómo los superhéroes, estando dotados de poderes supranaturales que serían suficientes, si no para resolver la totalidad de los problemas del mundo, sí para subsanar al menos una parte de las más sangrantes desigualdades existentes, se limitan a ejercer como los sheriffs supervitaminados de su respectivos universos de pertenencia, guardianes de las esencias occidentales y, en todos los casos, custodios de la propiedad privada. Esto es, mantener el orden social a resguardo de cualquier querella, ser los «paladines de la justicia» entendida exclusivamente como salvaguarda de las diferencias de clases, la estratificación social y la defensa del orden existente. El propio Superman, que desde sus inicios ejerce de superhéroe canónico, se comporta como un Leviatán puesto de esteroides. Pero a poco que se examine con mayor detenimiento el argumento central de la saga, no deja de ser un extraterrestre chiflado, que se ha arrogado por sus huevos kriptonianos la condición de garante extralegal de la perpetuación del status quo.

Otra cosa que diferencia a El Eternauta de los relatos normativos de ciencia ficción y de aventuras en general surgidos del corazón del Sistema-Mundo, y quizás la más importante, tiene que ver precisamente con la caracterización moral del protagonista de la aventura. El Juan Salvo de El Eternauta (en la serie encarnado por Ricardo Darín) poco tiene que ver con el héroe del relato típicamente hollywodense proveniente de lo hondo de la cultura estadounidense. Entre las piezs fundamentales del imaginario norteamericano está lo que Frederick Turner llamó «el mito de la frontera». La mitología de la frontera es también la del nacimiento de los EEUU, y si bien sus partícula elemental son los pioneros, su figura arquetípica, aquella que más profundamente ha calado en la cultura estadounidense es el héroe de frontera. Por lo general un hombre solo, un justiciero que se mueve siempre en las fronteras entre lo que su propia moral le dicta y el arreglo a la legalidad. Suele ser también un personaje atormentado, con un pasado que le persigue. Este tropo narrativo es tan pregnante en el acervo estadounidense que muchos autores consideran que el héroe de frontera del Far West es de algún modo el antecesor de los superhéroes en general. Esta épica individualista, central de la cultura estadounidense y por supuesto en el imaginario superheroico, están sin embargo en las antípodas del «héroe colectivo» que describe El Eternauta. «El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano —escribía Oesterheld en el célebre prólogo de 1975— Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe ‘en grupo’, nunca el héroe individual, el héroe solo». La fortaleza de Juan Salvo consiste en ser profunda y fundamentalmente interdependiente. Y no, no es en absoluto el héroe de El Eternauta, es tan solo uno más de cuantos ofrecen resistencia ante los invasores en esa verdadera epopeya colectiva que es El Eternauta.

Más allá de la moda distópica y de la superheroica, si El Eternauta nos interpela en el presente es sobre todo porque en la aventurahay una propuesta política urgente, encarnada en un grupo de supervivientes que pasa de realizar pequeñas incursiones de pillaje para abastecerse, a organizarse colectivamente para resistir ante los invasores. Porque se da un pasaje significativo que va desde los lobos solitarios que se agazapan al principio del cómic como mónadas desesperadas rapiñando sustento allí de dónde pueden, hasta la respuesta concertada, la suma de voluntades individuales que conforman ese «héroe colectivo» que va emergiendo a medida que avanza el arco narrativo y que constituye el núcleo de sentido tanto en el cómic como en la adaptación audiovisual de El Eternauta. En la mayoría de las narraciones apocalípticas del presente, por el contrario, y en consonancia con la cosmovisión actual, las salidas se conjugan en primera persona del singular, necesitan de un héroe salvífico que resuelva la papeleta. Si la máxima «nadie se salva solo» se convirtió en el leit motiv repetido hasta la saciedad con ocasión del lanzamiento de la serie de Netflix, se debe seguramente a que en ella está condensada toda la tensión que existe entre dos ideas de lo social mutuamente excluyentes y entre los imaginarios irreconciliables que ellas proponen y es por eso, precisamente, que el estreno de El Eternauta en la actual Argentina marcada por el individualismo y la prepotencia del mileismo triunfante pueda —y deba— ser leído como una intervención política de primer orden: porque propone un imaginario a contrapelo, porque nos da imágenes, intuiciones e ideas que aspiran a subvertir el canibalismo social reinante.

Milei disfrazado del General Ancap (Anarco-Capitalista) en 2019
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