Bangladesh, muertes y camisetas

A poco más de un mes de la muerte de más de mil trabajadores/as en la fábrica textil de Rana Plaza en Dhaka, capital de Bangladesh, todos/as estamos ya enterados/as de esta tragedia. Por eso no vamos a hablar de aspectos que ya damos por conocidos. No hablaremos de que hay más de dos mil quinientos heridos/as, de los/as que muchos/as no podrán a trabajar en su vida; ni de que los/as obreros/as habían detectado fallos en la estructura del edificio y pese a ello fueron obligados/as a seguir trabajando.

Tampoco nos vamos a referir a lo ocurrido como un accidente, pues creemos que estas muertes no son fruto de la mala suerte, sino de un sistema económico criminal que antepone la ganancia de unos/as pocos/as a la vida de la mayoría. Por eso sí que vamos a hablar de que el dueño de la fábrica es un dirigente del partido que gobierna en el país y que las personas sepultadas tejían camisetas que grandes multinacionales, entre ellas varias españolas, nos iban a vender a ti y a mí. También del papel jugado por los medios de comunicación en este entramado, que relega las muertes a las páginas interiores y analiza la situación como un producto de los excesos puntuales del capitalismo.

Bajo el capitalismo otro mundo no es posible

Tirando de hemeroteca podemos comprobar que lo único excepcional de lo sucedido en la fábrica de Dhaka es el inmenso número de muertos, pero que los derrumbes y los incendios en los telares son el pan de cada día, como también lo son las excusas y las lágrimas de cocodrilo vertidas por las multinacionales. En 2002, en una fábrica similar a la que colapsó hace unos días, el propietario añadió un piso más al edificio de cuatro plantas que albergaba el telar, y a los pocos días de las denuncias de los/as trabajadores de apariciones de grietas, se derrumbó causando la muerte a sesenta y cuatro personas y heridas a setenta. En 2010, se produjo un incendio que causó la muerte a cincuenta personas y entre los restos se localizaron etiquetas de prendas de El Corte Inglés que aseguró que no trabajaba en esa fábrica y que se trataba sólo de “un pedido de muestra”, misma excusa que Mango ha utilizado para tratar de desvincularse del derrumbe de hace unos días. También las palabras de las multinacionales para las que fabricaba el telar fueron idénticas a las que estos días hemos tenido que escuchar con promesas de mejoras salariales y de seguridad y de indemnizaciones a las familias de las víctimas.

Es por eso por lo que nos hierve la sangre cuando escuchamos que H&M, El Corte Inglés, Inditex y otras han pactado realizar “inspecciones independientes de seguridad y difundir públicamente esos resultados, reparaciones obligatorias en las instalaciones y que costearán las empresas y [dar] un papel vital a los trabajadores y los sindicatos”. Para creernos que Inditex va a renunciar a parte de sus beneficios para mejorar las condiciones laborales de los/as obreros/as bangladesíes tendríamos que olvidar que en los inicios de la compañía, ésta era conocida por la explotación laboral a las mujeres gallegas. Pero también tendríamos que olvidar como el año pasado en Brasil se desarticularon dos talleres que fabricaban para Zara, liberando a más de setenta trabajadores/as que se encontraban en condiciones de esclavitud, o como sólo hace un mes se clausuraba otro taller de Zara en Buenos Aires en el que trabajaban y vivían explotados niños y adultos en jornadas laborales de 13 horas, o las denuncias de explotación de las mujeres que en Tánger trabajan para esta empresa. Y qué decir de que El Corte Inglés sostenga que va a fomentar los sindicatos en Bangladesh cuando en el Estado español ha sido condenado decenas de veces por vulnerar la libertad sindical al favorecer a los sindicatos amarillos FASGA y FETICO, controlados por la empresa y que declaraban en la última huelga general de noviembre que “lucharemos porque aquellos que opten libremente por no ejercer su derecho a huelga y decidan trabajar no vean mermado ese derecho por radicalismos políticos” y en la de marzo que “FETICO no cree en las huelgas, ni generales ni parciales”.

En estas tareas de ocultación de la explotación y represión a los/as trabajadores/as bangladesíes colaboran las grandes empresas de comunicación. Un ejemplo de esto lo podemos ver en un publirreportaje que publicaba El País sólo una semana antes del derrumbe, titulado Galaxia Inditex en el que señalaba el paso “de un taller creado hace medio siglo a un emporio con 120.00 empleados. Con la marca Zara a la cabeza, la compañía que ha hecho de Amancio Ortega el tercer hombre más rico del mundo, se expande con su fórmula imbatible: dar al cliente lo que quiere”. Lástima que los 1.118 cadáveres sepultados en las ruinas de su fábrica nos recuerden que la fórmula imbatible de Inditex y el resto de multinacionales sea otra bien distinta.

Es la economía, estúpido” – Eslogan de la campaña de Bill Clinton contra George Bush

Parece evidente que las mismas empresas que se benefician de las condiciones de explotación de los/as trabajadores/as de los países pobres nada van a realizar cambio alguno que les suponga un recorte en las ganancias. Pero tampoco se puede esperar ninguna solución del Gobierno de Bangladesh, ya que sus miembros son los/as primeros/as beneficiados/as en la explotación de los telares, dado que una gran parte de ellos/as tienen inversiones en la industria textil (no olvidemos que Sohel Rana, además de propietario del edificio, es un dirigente local del partido en el gobierno, la Liga Awami). Así es fácil de entender que sólo dos días antes del derrumbe el Gobierno bangladesí bloqueó una ley que intentaba mejorar las condiciones de trabajo y de salud en las fábricas, bajo la presión de las multinacionales que amenazaban con abandonar el país si aumentaban los costes laborales.

Ese es el funcionamiento del capitalismo, que bajo el nuevo nombre de globalización, realiza a gran escala lo que siempre ha hecho: la búsqueda de nuevos mercados y nuevas zonas donde la regulación laboral sea más laxa y permita condiciones de explotación que hagan aumentar la tasa de beneficios. El aumento de salarios, la inspección de las condiciones de seguridad, el fin del trabajo infantil no es posible cuando las empresas pueden abandonar el país cuando los costes les resulten excesivos. Así ha pasado con el traslado de muchas maquilas de la frontera mexicana a países centroamericanos o de China a países como Vietnam o el propio Bangladesh, o sin tener que abandonar nuestro continente, con la deslocalización de fábricas españolas a países del este de Europa.

Otra de las opiniones que vemos imprescindibles rebatir es la afirmación tantas veces escuchada de que las fábricas han llevado el progreso a los países allí donde se han instalado. Es normal que estas ideas salgan de las multinacionales y de sus defensores, pero es peligroso cuando nos las encontramos en medios como www.eldiario.es manifiesta que “estamos con la libertad, con la justicia, con la solidaridad, con el progreso sostenible de la sociedad y con el interés general de los ciudadanos”. Hace unos días podíamos leer en un artículo de Jorge Senserrich titulado “Bangladesh, fábricas y pobreza” que “lo que es más difícil de recordar, sin embargo, es que esas mismas fábricas son probablemente lo mejor que le ha pasado a los pobres de Bangladesh en décadas” y que han “salvado más vidas a base de sacar a gente de la pobreza más abyecta que cualquier programa de ayuda o boicot que podamos imaginar”. Hay que desmontar esa mentira y recordar que, allí donde se han instalado esas fábricas basadas en la producción de bienes de baja calidad que requieren una gran cantidad de mano de obra no cualificada, las consecuencias han sido la destrucción de las formas de vida tradicionales de la economía local y la masiva inmigración del campo a ciudades convertidas en monstruos incapaces de albergar con unas mínimas condiciones de salud a una población multiplicada que se hacina en infraviviendas y a la que se les ha despojado de las tierras, medios de producción y habilidades con las que se ganaban la vida de forma autónoma.

En el mismo artículo podemos leer que “los obreros que trabajan en las sweatshops [talleres de trabajo esclavo] en países del Tercer Mundo lo hacen porque quieren ya que, aunque parezca mentira, la alternativa es mucho peor” y que ““los salarios de un trabajador del textil del país suenan espantosamente bajos, lo cierto es que son bastante mejores que los de un campesino partiéndose la espalda cultivando arroz”. No tiene en cuenta Senserrich que las pésimas condiciones de trabajo y los bajos salarios que tienen que soportar los/as campesinos/as bangladesíes tengan bastante que ver en que según datos de la FAO, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura, el 60% de los/as agricultores/as no tengan tierras y trabajen para grandes terratenientes y que el 20% tengan miniparcelas que son insuficientes para el autoconsumo. Que la gran parte de la agricultura se trate de monocultivos destinados a la exportación y no a la alimentación local también se explicaría como en un país que posee algunas de las llanuras más fértiles del mundo se produzcan hambrunas frecuentemente y los precios de los alimentos básicos no paren de aumentar, creando malnutrición no sólo entre la población campesina sin tierras y entre los/as trabajadores/as sin empleo, sino también entre quienes trabajan en las fábricas textiles.

Represión a los/as que luchan

El caso de Bangladesh nos permite ver otra de las caras del capitalismo, la represión a los/as trabajadores/as que se organizan y pelean por sus derechos por parte del Gobierno y las grandes multinacionales. Tras las protestas del año 2007 que buscaban unas mejoras en las condiciones de trabajo, se decretó el estado de excepción, intensificándose las limitaciones a las libertades de reunión y de expresión y la persecución, detención y tortura de cientos de activistas y líderes sindicales. La represión ha contado siempre con el apoyo de las grandes empresas extranjeras que han colaborado con el Gobierno para eliminar a las voces más críticas entre los/as trabajadores, creándose incluso un cuerpo policial especial para defender las zonas industriales. Así, en 2010, dos miembros del BCWS (Centro Bangladesí por la Solidaridad de los Trabajadores) Aminul Islam y Kalpona Arkter, fueron encarcelados y torturados durante 30 días debido a las denuncias de propietarios de fábricas proveedoras de empresas como WalMart, Carrefour o H&M. Aunque los dos fueron liberados, el 10 de abril de 2012 Aminul Islam apareció muerto con signos de tortura. Como señala una trabajadora de una de las grandes fábricas “si ellos (la dirección) intuyen cualquier actividad relacionada con algún sindicato, puedes estar segura de que al cabo de unos días te van a despedir. Tienen sus propios informadores, y es por eso que ni siquiera se nos ocurre hablar del tema”.

Son significativas las palabras de un jefe de policía ante las manifestaciones en protesta por las muertes del edificio de Rana Plaza en la que se produjeron bloqueos de fábricas y carreteras: “Piden mejores salarios. Hemos tirado balas de caucho y hemos hecho uso del gas lacrimógeno”. Amancio Ortega estaría orgulloso de ese empleado.

Pero en su ciega e incontrolable pasión, esa hambre de hombre lobo por mano de obra sobrante, el capital sobrepasa no solo la moral, sino incluso los límites máximos simplemente físicos del día de trabajo. Usurpa el tiempo para el crecimiento, desarrollo y mantención saludable del cuerpo. Roba el tiempo requerido para el consumo de aire fresco y luz del sol… Todo lo que le interesa es simple y solamente el máximo de poder laboral que puede ser mantenido durante un día de trabajo. Logra este fin reduciendo la duración de la vida de un trabajador, como un agricultor codicioso aumenta la producción del suelo reduciendo su fertilidad” – Karl Marx, El Capital (1867).

 

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