Carlos Taibo. Edita: Catarata, 2018. 192 páginas, Madrid, septiembre de 2018
La expansión ultramarina del anarquismo
En este epígrafe me propongo, sin más, aportar algunas claves muy generales que dan cuenta de la expansión ultramarina del anarquismo. La etapa objeto de interés es la que separa 1870 y 1930, bien que con muchas modulaciones. Téngase presente que antes de la primera de esas fechas se hizo valer un período nebuloso en la que se dieron cita, al menos en algunos lugares, protoanarquistas, socialistas utópicos, anarcoindividualistas y proudhonianos, de tal forma que distinguir unos de otros, y calificar su condición, es tarea azarosa. Esto aparte, mientras el anarquismo alcanzó América Latina, o algunos de los países latinoamericanos, en las tres últimas décadas del XIX, hubo que aguardar al siglo XX para que llegase a buena parte de Asia. Su presencia fue dominante, en numerosos momentos y en el período que me interesa, no sólo en España, sino en otros muchos países como Argentina, Brasil, Chile, Cuba, Francia, Holanda, México, Perú, Portugal y Uruguay, y resultó ser consistente en otros países europeos y americanos, y en un puñado de lugares del este asiático. Los movimientos anarquistas experimentaron, con todo, y con alguna excepción, una general decadencia tras el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia.
La llegada de las ideas anarquistas a los países de ultramar se ajustó acaso a dos grandes modelos. El primero se reveló en el grueso de América, en el norte y el sur del continente africano, y en Oceanía. Conforme a este patrón, las ideas anarquistas fueron llevadas por trabajadores, casi todos varones, que en su mayoría procedían de Europa, con prevalencia de los países de la Europa mediterránea y, en menor medida, de gentes originarias de la Europa central y oriental, a menudo judíos. El segundo modelo se manifestó, por el contrario, en la parte oriental del continente asiático. En este caso fueron japoneses, coreanos, chinos, vietnamitas o filipinos que, obreros o estudiantes, y de nuevo en su abrumadora mayoría varones, habían vivido un tiempo en Europa –en alguna circunstancia en Estados Unidos- quienes, de vuelta a sus países de origen, fueron portadores de la buena nueva ácrata. Cierto es que en esos dos grandes escenarios recién perfilados se hicieron valer las excepciones. Recordaré, por ejemplo, que el anarquismo boliviano a duras penas fue el producto de la llegada al país, que no se verificó en momento alguno, de trabajadores europeos; nació, antes bien, del contacto con obreros chilenos y argentinos. O subrayaré, también, en lo que hace al segundo modelo, y admito que ahora mi interpretación puede no ajustarse en plenitud a la realidad, que el anarquismo indonesio germinó antes en virtud de la llegada de funcionarios o trabajadores holandeses que de resultas de la estancia en Europa de obreros o estudiantes autóctonos. No parece de más que agregue, en fin, que en los muy diferentes escenarios de despliegue de los anarquismos de ultramar se manifestaron dos situaciones muy distintas: si en unos casos –así, el de la América Latina costera- se había aposentado con anterioridad una población europea que visiblemente había ido arrinconando a los pueblos indígenas, en otros –África, el oriente asiático- predominaba con claridad la población nativa.
El proceso de expansión ultramarina del anarquismo se halla estrechísima relacionado con un buen puñado de puertos. Falta, por cierto, una historia, que por fuerza se anuncia hermosa y atractiva, de lo que estos últimos significaron en términos de expansión de las ideas ácratas. Estoy hablando de La Habana en Cuba, de Veracruz en México, de Barranquilla y Cartagena en Colombia, de La Guayra en Venezuela, de la Ciudad de Panamá en Panamá, de Guayaquil en Ecuador, de El Callao en Perú, de Iquique, Valparaíso y Punta Arenas en Chile, de Buenos Aires en Argentina, de Montevideo en Uruguay, de Santos, Río de Janeiro y Bahía en Brasil, de Alejandría en Egipto, de la Ciudad del Cabo y Durban en Sudáfrica, de Bombay y Calcuta en la India, de Tokio y Osaka en Japón, de Shanghái en China, o de Melbourne y Sídney en Australia. Algunos de esos puertos oficiaron, por añadidura, como repetidores de las ideas anarquistas. Es el caso de La Habana en lo que al Caribe respecta, de Buenos Aires en lo que se refiere al cono sur latinoamericano, y en general a la América del Sur, o de Tokio y Shanghái en lo que atañe al oriente asiático.
Daré un salto más para adentrarme de forma somera en una discusión de siempre: la relativa a la condición de cuál fue el medio en el que los militantes anarquistas –repito que en su abrumadora mayoría varones- pasaron a trabajar. Anotaré, por lo pronto, que hay que eludir los tópicos que sugieren que el anarquismo -conforme a las tesis que contribuyó a apuntalar, de manera poco afortunada, Eric J. Hobsbawm- fue en esencia un movimiento mayoritariamente configurado por artesanos y comerciantes. Los anarquistas se hicieron valer, antes bien, y con singular fuerza, entre el proletariado industrial que trabajaba en grandes fábricas, y configuraron al efecto un movimiento de carácter mucho más proletario que pequeño burgués, empeñado, por añadidura, en la organización popular en los barrios de las grandes ciudades y en la lucha por los derechos de las mujeres. En muchos casos era fácil confundir, por lo demás, anarquismo y sindicalismo. En América Latina, y en otros escenarios, se registró una clara mayoría de anarcosindicalistas y de sindicalistas revolucionarios, en detrimento del anarquismo individualista –sólo apreciable, en pequeños retazos, en Argentina, Panamá y Uruguay- y del anarcocomunismo hostil a las prácticas sindicales, únicamente rastreable en el primero de esos tres países.
Más allá de lo anterior, y en lo que respecta a los países de ultramar, la presencia mayor del anarquismo, ¿se hizo valer en las áreas rurales o, por el contrario, se manifestó en los medios urbanos? Parece fuera de discusión que, a finales del XIX y principios del XX, entre los anarquistas de ultramar predominaron gentes que vivían en las ciudades, con frecuencia los puertos que acabo de mencionar. Eso sucedió en América Latina, pero ocurrió también, por rescatar ejemplos llamativos, en Egipto, en China o en Japón. Lo anterior no impidió que la mayoría de los movimientos anarquistas procurasen establecer alianzas entre el medio urbano y el rural, sobre la base de la identificación –frente a lo que defendían muchas de las corrientes derivadas del pensamiento de Marx- de un potencial revolucionario en el campesinado, y en particular en el que trabajaba en grandes explotaciones. Cierto es, en paralelo, y sin embargo, que lo común fue que se revelasen organizaciones distintas en el caso de los obreros y en el de los campesinos. Como cierto parece que las organizaciones campesinas de los movimientos anarquistas no lo fueron de larga duración e influencia notable; tuvieron más bien un carácter espasmódico, como el que se manifestó, y es un ejemplo entre otros, al calor de las protestas en Grecia a partir de 1895, y en escenarios como Bulgaria, España, Macedonia, Manchuria, México y Ucrania.
Los movimientos anarquistas fueron mayoritariamente masculinos, como masculinos resultaron ser también casi todos sus portavoces y casi todos los autores de los libros y de los folletos que difundieron. Esta circunstancia se reveló de forma singular, por otra parte, en el caso del anarcosindicalismo. En relación con la discriminación que padecían las mujeres en las sociedades afectadas pareció imponerse la presunción de que todo se resolvía de la mano de la defensa de la igualdad –en el terreno económico como en el laboral- entre hombres y mujeres. Así las cosas, lo habitual fue que quedasen en el olvido las reglas de la sociedad patriarcal que operaba por detrás. La aparición, en algunos lugares, de lo que con el tiempo se llamó anarcofeminismo no fue sino una respuesta ante semejante escenario. Llamativamente, y por lo demás, en los países de ultramar algunas de las iniciativas más ambiciosas de liberación de las mujeres se produjeron al calor de procesos de hibridación entre comunidades indígenas y anarquistas.
En el mundo anarquista, en Europa como en ultramar, tuvo, en suma, un relieve ingente la difusión de la palabra escrita, en forma de libros y revistas, y en forma, por encima de todo, de traducciones de textos de los clásicos europeos, con Bakunin, Kropotkin, Malatesta y Élisée Reclus –todos varones, de nuevo- en lugares prominentes. Al respecto desempeñaron papeles importantes los ateneos, las bibliotecas y el teatro social, al amparo de un esfuerzo que tuvo una consecuencia sonora: la presencia muy notable del anarquismo en las expresiones literarias de los países afectados, particularmente visible en América Latina pero en modo alguno menor en Asia. No hay que desdeñar por completo que esta dimensión de difusión de la palabra escrita, tan valiosa por muchos conceptos, abocase, sin embargo, en una relación difícil con muchos de los pueblos indígenas, casi siempre alejados de la escritura.
Permítaseme que acabe este epígrafe con el recordatorio de un fenómeno interesante: el que aportaron las numerosas leyes que preveían la expulsión de “anarquistas extranjeros”. En 1902 se propuso un tratado internacional que debía ser suscrito por 17 Estados americanos -entre ellos Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Estados Unidos, México, Perú y Uruguay- y que vinculaba con el anarquismo delitos como, nada menos, el parricidio, el envenenamiento, el infanticidio, la violación o el incendio. En la trastienda, y entre los gobernantes, se asentó la convicción de que las ideas anarquistas por fuerza tenían que llegar de fuera, toda vez que eran ajenas a los buenos sentimientos de los trabajadores nacionales. “Es necesario que los elementos nacionales desenvuelvan sus ideas y su causa obrera dentro de procedimientos sanos y patrióticos. Los elementos extranjeros siembran ideas antipatrióticas, pretendiendo borrar el sentimiento de la patria, y predican procedimientos netamente anarquistas”, afirmó el diputado Saavedra en Bolivia.