Veinte años de la Guerra de Irak. Primera parte: El largo y tortuoso camino hasta la guerra

Me está costando controlar mi sed de sangre” – George W. Bush en 2001, tras el 11-S, ante líderes religiosos.

El 12 de septiembre de 2001, no habían transcurrido ni 24 horas de los atentados del 11-S cuando el Subsecretario de Defensa de EEUU, Paul Wolfowitz, llamó al agente de la CIA Gary Greco. Wolfowitz solicitó que le mandara un informe escrito sobre las conexiones entre Saddam Hussein – el entonces presidente/dictador de Irak – y el terrorismo islamista desde el final de la Guerra del Golfo. La petición extrañó a Greco, pues a esas alturas ya se conocía la identidad de los pilotos que estrellaron los aviones – eran saudíes – y era sabido por todas las organizaciones de inteligencia del mundo que la organización a la que pertenecían, Al Qaeda, estaba compuesta por fanáticos religiosos que operaban en Afganistán y Pakistán y que no tenían ninguna conexión con el secular régimen iraquí. “En ese momento supe que se estaba intentando justificar una invasión futura de Irak”, contó Greco al medio estadounidense Slate en 2021.

Y así fue. El 20 de marzo de 2003, soldados estadounidenses, británicos, australianos y polacos, acompañados de pershmergas kurdos y apoyados por efectivos de España, Holanda, Italia y Dinamarca, invadieron Irak. La operación “Iraqi Freedom” comenzó con una campaña de bombardeos que buscaban provocar “conmoción y asombro” en el enemigo – suponemos que decir “matar y devastar” queda menos estético – y fue seguida de una entrada por tierra que en cuestión de días ocupó todo el territorio. El 1 de mayo de ese año, subido a un portaaviones, el presidente Bush pronunció su famoso discurso de “misión cumplida”.

Sin embargo, sus esperanzas de que por arte de magia surgiría una democracia liberal occidental amigable a los invasores que habían bombardeado sus infraestructuras resultaron infructuosas y el ejército yanki permaneció en Iraq hasta el año 2011 – con una presencia de hasta medio millón de soldados norteamericanos y 45.000 británicos –. En 2014, tras el surgimiento del Estado Islámico, el ejército de EEUU se volvió a desplegar en la región para hacerle frente. A día de hoy, unos 2.500 soldados estadounidenses permanecen en Irak.

Es difícil calcular el coste humano de esta brutal guerra. Las fuentes más conservadoras cifran el total de muertes de iraquíes en 151.000, de los cuales al menos 34.000 serían soldados de Saddam y el resto civiles; otros cálculos cuantifican en 1.033.000 los iraquíes muertos por la guerra – tanto por acciones violentas, como enfermedades y otras consecuencias colaterales –. Por su parte, las muertes en las filas de los soldados de la coalición invasora ascienden a 25.071, de los cuales 17.690 serían de las fuerzas iraquíes que permanecieron bajo control estadounidense tras la invasión y 4.614 serían soldados americanos.

Saddam, Al Qaeda y las armas de destrucción masiva

En los días siguientes al 11-S, la Administración Bush se esforzó por conseguir que la CIA declarase que el ataque había sido organizado por Saddam Hussein, pero no tuvo éxito[1]. El Gobierno renunció a invadir Irak y se tuvo que contentar con hacer lo propio en Afganistán – dado que el régimen talibán había proporcionado cobijo a Al Qaeda –, un país pobre, rural y con baja densidad de población. En octubre de 2001 EEUU invadió Afganistán e inició una de sus primeras guerras eternas – se acabó retirando del país en 2021, sin haber conseguido absolutamente nada – que se saldaría con la muerte de unos 10.000 civiles.

Sin embargo, Bush y su vicepresidente Cheney no abandonaron su obsesión de invadir Irak (una decisión motivada por su afán de controlar sus ricos pozos de petróleo e imponer una Pax Americana en Oriente Medio). La decisión estaba tomada[2], pero les faltaba el pretexto. Y éste les llegaría el mismo mes de octubre en que se invadió Irak, cuando varios paquetes conteniendo ántrax y cartas con mensajes como “muerte a EEUU e Israel”, “Alá es grande” y “cuidado, toma penincilina” fueron enviados a oficinas de senadores y medios de comunicación. Cinco personas murieron y otras 17 resultaron heridas. El aparato de propaganda gubernamental no tardó en ponerse en marcha: culparon a Al Qaeda de los ataques y empezaron a insinuar que no tenía laboratorios para producirlo y que se lo tenía que haber suministrado Saddam. En su famoso discurso del estado de la nación de enero de 2002 en el que acuñó el término de “eje del mal”, George Bush aprovechó el pánico social generado por los ataques para acusar a Irak de no haber abandonado su programa de armas biológicas[3] y acusarle de producir ántrax y otras armas de destrucción masiva, incluso nucleares. La semilla del miedo fue plantada.

Sin embargo, el análisis de las esporas reveló que el tipo de ántrax enviado en octubre de 2001 no tenía nada que ver con el desarrollado por Iraq en los 90, del cual se tenían muestras extraídas de laboratorios desmantelados durante la Guerra del Golfo – además se conocía perfectamente qué ántrax tenía el régimen iraquí porque se lo había vendido una empresa estadounidense en 1985 – y que solo podía provenir de algunos laboratorios yankis. Años después, la investigación del FBI concluyó que los paquetes con ántrax no habían sido enviados por Al Qaeda ni Irak, sino por un microbiólogo estadounidense llamado Bruce Ivins. Estaba especializado en ántrax, opinaba que no se le prestaba la suficiente atención a su peligrosidad por parte de las autoridades y habría enviado las cartas para conseguir – con éxito – más inversión pública en sus investigaciones. Cuando concluyó la investigación Irak ya había sido invadida. Ivins se suicidó al poco de recibir una citación judicial para declarar por estos hechos.

A lo largo de todo el año 2002 la Administración Bush se dedicó a promover la narrativa de que el régimen iraquí estaba desarrollando armas de destrucción masiva[4] y a desarrollar un mundo dividido entre buenos y malos. “O estás con nosotros o con los terroristas”, decía. Los miembros más destacados de su Gobierno empezaron a popularizar en todas las televisiones la frase de “no queremos que la confirmación sea una nube con forma de seta”, resucitando todos los miedos de la Guerra Fría a un ataque nuclear. Y en el aniversario de la invasión de Afganistán, el presidente acusó en público a Irak de estar vinculado con Al-Qaeda en un discurso en Cincinnati, alertando que un ataque podría ser inminente. Esta estrategia de manipulación – que sería repetida en infinidad de ocasiones durante los siguientes meses – dio sus frutos: una encuesta del Washington Post realizada en 2003 revelaría que un 82% de los estadounidenses pensaban que Saddam Hussein había proporcionado ayuda a Osama Bin Laden en la preparación del ataque contra las torres.

En octubre de 2002, el Congreso y el Senado de EEUU autorizaron al presidente Bush a invadir Irak. Un 96% de republicanos y un 40% de demócratas votaron a favor. Como ocurrió un año antes con la Guerra de Afganistán, varios políticos progresistas se unieron al fervor belicista durante los años de psicosis colectiva que siguieron al 11-S.

El 5 de febrero de 2003, el Secretario de Estado Collin Powell – la figura más respetada de la Casa Blanca de Bush – se dirigió al Consejo de Seguridad de la ONU para exponer las presuntas pruebas de que Irak estaba desarrollando armas nucleares[5]. Habiendo encontrado, por fin, un casus belli para una guerra que llevaba años planeada, el 16 de marzo se reunieron en las Azores Bush, Tony Blair (UK), José María Aznar (España) y José Manuel Durão Barroso (Portugal), desde donde dieron un ultimátum a Saddam para que se desarmara. El 20 de marzo comenzaría la Operación Libertad Iraquí.

El papel de los medios de comunicación

Es evidente que las causas de la Guerra de Irak responden a una tremenda campaña de manipulación y desinformación coordinada por el Ejecutivo de Bush y Cheney. Pero ésta no habría sido posible sin la colaboración de una prensa corrupta que, en vez de cuestionar al poder y tratar de averiguar la verdad, se dedicó a seguirle la corriente a cambio de avances en sus carreras personales: entrevistas en exclusiva, alabanzas públicas de altos cargos del Gobierno, filtraciones jugosas, etc. Al igual que los Lannister, los Bush siempre pagaban sus deudas.

El papel de medios de la ultraderecha como Fox News a favor de derramar la sangre de los enemigos de la nación os lo podéis imaginar. Más llamativo fue el de la progresía mediática encarnada en el New York Times[6]y en particular por parte de su reportera Judith Miller. Los reportajes de Miller, hasta entonces una periodista de buena reputación, otorgaron una enorme credibilidad a la idea de que existía un programa iraquí de desarrollo de armas de destrucción masiva y allanaron el camino a que la opinión pública anti-Bush apoyara su guerra imperialista[7]. Meses después de la invasión se desvelaría que Miller se limitaba a publicar de forma acrítica las informaciones que le suministraba la Casa Blanca y que las fuentes confidenciales que citaba eran inventadas.

Así es, en definitiva, cómo se propició esta terrible guerra. El Gobierno exprimió el dolor y miedo que causaron los atentados, difundió pruebas falsas que conectaban al régimen de Saddam con el desarrollo de armas de destrucción masiva y con el 11-S y la prensa, lejos de hacer su trabajo, presa de la misma sed de venganza irracional, promovió el derramamiento de sangre.


[1] El consenso dentro de la CIA era que Saddam Hussein consideraba a Al Qaeda una amenaza para su régimen secular de corrupción y enriquecimiento personal y familiar y que jamás apoyaría a una organización así.

[2] De hecho, ahora se sabe que en diciembre de 2001 Bush ordenó al general Tommy Franks que fuera planificando la invasión de Irak.

[3] La Guerra del Golfo finalizó con un acuerdo entre Saddam Hussein y Naciones Unidas por el cual Irak pondría fin a su programa de armas de destrucción masiva a cambio de que EEUU renunciara a deponerle. En 1995 los inspectores de la ONU supervisaron el desmantelamiento de los últimos laboratorios.

[4] Si bien había consenso en la CIA de que Irak no estaba detrás del 11-S, sí existía una cierta división acerca de la posibilidad de que Saddam estuviese desarrollando armas nucleares. El Gobierno decidió omitir las informaciones que lo ponían en tela de juicio y solo hacían caso a los analistas que confirmaban sus teorías.

[5] Dos años después Powell manifestaría haber sido engañado, reconoció que las pruebas eran falsas y decía sentirse profundamente avergonzado.

[6] En EEUU la línea editorial del NYT se percibe como de centroizquierda, si bien en Europa sería considerada de centroderecha.

[7] En idéntico sentido hay que reconocer el papel del periodista británico trotskista, Cristopher Hitchens, a la hora de promover el argumentario a favor de la Guerra. Hitchens se unió a los halcones neocón y defendió la invasión como una lucha entre el bien y el mal.

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3 comentarios en «Veinte años de la Guerra de Irak. Primera parte: El largo y tortuoso camino hasta la guerra »

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