
El 9 de julio, un grupo de tres magrebíes pegaron una paliza a Domingo, un vecino de 68 años de Torre Pacheco (Murcia). Este hecho fue aprovechado por la derecha y la ultraderecha para avanzar su agenda de odio xenófobo. Organizaciones, personalidades y medios fascistas como Deport Them Now, EspDespierta, David Santos, Alvise Pérez, Alberto Caliu, HerQles, Escalona, EDA tv, Vox Murcia, Arturo Villa, Españabola, Javier Villamor y Desokupa difundieron bulos, vídeos falsos, fotografías de marroquíes que no tenían nada que ver con los hechos y mensajes incitando a la violencia.
Como consecuencia, en los días siguientes asistimos a imágenes de nazis desfilando por el barrio de San Antonio, atacando establecimientos, apedreando vehículos y persiguiendo a vecinos por su color de piel al grito de “Moros no, España no es un zoo”, “España, una grande y libre” o “España cristiana y no musulmana”. Y cuando algunos de los chavales que estaban siendo cazados decidieron defenderse a pura pedrada contra estos racistas, la prensa informó de ello equiparando al agresor con el agredido, aludiendo a “choques” entre dos “grupos violentos”.
Durante días, este municipio del campo de Cartagena en el que se cultivan frutas y hortalizas que se exportan a toda Europa, situado a 10 kilómetros del maltratado Mar Menor, ha sido el foco de toda la atención mediática. Elvira Swartch Lorenzo, colaboradora del colectivo Afroféminas, nos recuerda que “la prosperidad de Torre Pacheco se cimienta sobre la precariedad. Son las personas migrantes, más de un 30% de la población, quienes levantan la agricultura, a menudo en condiciones que nadie más aceptaría. Vienen buscando un futuro, huyendo de lo que dejaron atrás, y se encuentran con un sistema que los exprime. Las Empresas de Trabajo Temporal y el trabajo a destajo han profundizado esta inestabilidad. Las inspecciones revelan una realidad cruda de empleo irregular, sin derechos laborales pisoteados.
[…] La persistencia de este empleo irregular, a pesar de las leyes, está enraizada en el propio tejido productivo de Torre Pacheco. Es un incentivo perverso donde la ilegalidad se recompensa, y la explotación se convierte en el pilar de un modelo laboral. Cuando las personas trabajadoras regularizadas buscan mejores condiciones, se abre la puerta a más mano de obra irregular, perpetuando un ciclo de abuso que beneficia a unos pocos a costa de la dignidad de muchos. Las mujeres migrantes, en esta intersección de vulnerabilidades, se convierten en las más expuestas, las más silenciadas”.
En un sentido similar se pronuncia David Guzmán en un artículo en El Salto: “Los altercados recientes en Torre Pacheco no son una anécdota aislada, ni el resultado de una “crisis de convivencia” entre “culturas incompatibles”, como algunos quieren hacernos creer. Son la expresión de un sistema que lleva años podrido por dentro. Un sistema que se sostiene sobre la explotación sistemática de seres humanos, en su mayoría inmigrantes, al servicio de una agroindustria basada en producir alimentos baratos para exportar, a costa de todo lo demás: los derechos humanos, el medio ambiente, etc”.
Paula Cáceres ha explicado en El Salto que las razias nazis de los últimos días “son la expresión de una visión concreta del mundo, un supremacismo en el que intervienen elementos como la nación, el idioma, la etnia y la religión, y que ha servido durante siglos para deshumanizar y negar derechos a las personas no blancas.[…] Esta violencia supremacista se expresa en los actos contra la población migrante en Torre Pacheco, pero también en la masacre de Melilla de 2022, en la que fallecieron al menos 37 personas y donde desaparecieron otras 76. Por eso, cuando el ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, afirma que lo de Torre Pacheco es “consecuencia de los discursos de la ultraderecha”, olvida que lo ocurrido en Melilla -cuyos responsables políticos continúan en la impunidad- alimenta la narrativa supremacista que valida y sustenta precisamente esos discursos de ultraderecha que él tanto critica.
¿En qué se diferencia una política migratoria que deja morir y agonizar a seres humanos por el solo hecho de intentar ingresar en suelo español, con la turba racista de ultraderecha que está causando terror en Torre Pacheco? En ambos casos el mensaje es el mismo: algunas vidas no importan, algunas personas son desechables”.

Por su parte, el sociólogo Antonio J. Ramírez escribe en La Zona de Estrategia que “el dinamismo económico y demográfico de la zona es producto de la explotación de la fuerza de trabajo migrante vulnerable, en una parte muy importante sin derechos de ciudadanía, dependientes de un trabajo mal pagado en la agricultura que no podían permitirse perder porque con él mantenían a sus familias allá y sobrevivían aquí. Este proceso construyó una clase trabajadora migrante sin herramientas comunitarias ni sindicales con las que defender su derecho a mejorar sus condiciones de vida y trabajo. Solo les dejaron la opción de convertirse en esclavos modernos del capital agroindustrial. Con el paso de los años estos hombres consiguieron, a pesar de todas las dificultades, prejuicios y acosos, asentarse en el trabajo y en el territorio, por lo que fueron reagrupando a sus familias y teniendo hijos e hijas en el pueblo. Esto no ha sido aceptado por una parte nativa del municipio que votó a Vox como primera fuerza ya en 2019, votos que apoyaban su discurso del miedo y el odio contra las personas migrantes que eran acusadas de delitos y violencia sexual, datos que no existen en las estadísticas. Una forma clásica de criminalización que se enraíza y crece en los prejuicios contra lo diferente y desconocido. Como ocurre en tantos otros territorios o periferias urbanas como el norte de París o el este de Londres, donde se produjeron graves ataques racistas en 2024, territorios urbanos en tensión que han sido testigos de similares cacerías.
[…] En Torre Pacheco, como en cualquier enclave agroindustrial, conviven en tensión clases sociales muy desiguales. Por un lado, las grandes rentas de los capitalistas del agro, generadas por los cuerpos sacrificados de la clase trabajadora, y estos últimos, clase trabajadora de rentas bajas, mayoritariamente migrantes en el caso de la agricultura, que comparten espacio con los habitantes nativos del municipio. En efecto, unos pocos españoles capitalistas se han lucrado enormemente durante tres décadas explotando a trabajadores y trabajadoras de origen extranjero. Por tanto, no hay competencia en el espacio laboral entre migrantes y “nacionales” porque la segregación está actualmente institucionalizada. La única “competencia” es la que se percibe en la ocupación del espacio público, en la práctica del derecho a la ciudad. Y es que, en los últimos treinta años, la población marroquí ha ido construyendo la pequeña ciudad de Torre Pacheco, abriendo negocios, habitando parques, colegios y centros de salud, como vecinas que son. Durante este proceso, del que da buena cuenta el crecimiento demográfico y la transformación urbana, no ha habido un verdadero proceso de socialización, comunicación y conocimiento entre ambas comunidades. La tensión y la desconfianza han sido la norma.
Es evidente que los empleadores y una parte de las vecinas nativas no les consideran verdaderos vecinos, sino que los ven como mera fuerza de trabajo necesaria que hay que soportar para que se mantenga la economía. De nuevo, lo económico por encima de la vida, pura esencia capitalista. Esta es la base del resquemor hacia la comunidad migrante, que en respuesta a este desdén ha ido construyendo sus propias relaciones en la que han ido creciendo sus familias, hijos e hijas que han nacido en España, que han sido educados aquí con la esperanza de que “no sean como nosotros”, de que tuvieran oportunidades laborales y vitales diferentes a las de sus padres y madres, el deseo de poder construir un proyecto de vida como cualquier persona, estudiar si se quiere, trabajar, formar una familia… Pero estos hijos de personas migrantes ya nacidos en Torre Pacheco saben que no se lo van a poner fácil, que van a arrastrar la condición racial toda su vida a pesar de ser murcianos y españoles, que partidos políticos neofascistas pero también una parte de la población nunca los considerará españoles ni personas con derecho a decidir libremente sobre su propia vida. Ellos y ellas saben que empresarios y políticos, pero también una parte de la población autóctona, los quieren atados a la agricultura, a lo que hicieron y hacen sus padres y madres; los quieren sin derechos plenos, sin autonomía ni capacidad de decidir. Los quieren invisibles, calladas, vulnerables, con miedo, porque saben muy bien que cualquier persona que tenga la oportunidad intentará antes o después salir de las condiciones de vida semiesclavas de la agricultura y la dependencia.
Estos hijos nacionales de personas migrantes, mal llamados segunda generación, deben estar sintiendo una creciente impotencia y rabia por la imposibilidad material de poder tener su propio proyecto de vida; están comprobando que no van a tener autonomía y que, llegado el caso, sus decisiones van a estar muy limitadas; intuyen que no van a tener la vida que se les prometió, como toda una generación de jóvenes en el país, sean del lugar que sean. Este sentimiento de desilusión reveladora es el mismo que late en la banlieue francesa o al este de Londres, el mismo que sufren millones de migrantes laborales en todo el mundo cuando descubren que el capitalismo solo los quiere como cuerpos explotados y consumidores hipnotizados, actores secundarios en una película que nunca van a protagonizar.
Las promesas de crecimiento sostenido y creciente capacidad de consumo no se van a cumplir tal y como lo habían imaginado. El capitalismo, racista y colonizador, no puede cumplir sus promesas, solo unos pocos son los beneficiarios. El esfuerzo y sumisión de sus padres no les ha servido más que para sobrevivir, y lo saben, lo sienten todos los días. Esta es una forma de violencia que, si bien no es directamente física, daña sus vidas y las de la sociedad en la que viven. Es violencia estructural: la que sufren por ser trabajadores pobres y además migrantes, peor si son mujeres. Es el tipo de violencia que impide que tengan los mismos derechos que el resto, la que les condena a una posición subordinada en la sociedad, a ocupar puestos de trabajo precarios y desechados por los nativos. Pero incluso si consiguen salir de ese pozo, es altamente probable que nunca puedan borrar su condición migrante, y esta es una forma de violencia simbólica que se deriva de interiorizar la posición de dominados/as en la sociedad, la imposibilidad de mejorar sus vidas. Lo que nos lleva a la tercera forma de violencia que sufren, la normalizada, la que reciben cotidianamente en forma de desprecio, de insultos, de no inclusión en el espacio social; la que sufren en el trabajo, con los contratos falsos, en los engaños de las ETT’s, en que no les coticen, en los malos tratos y casos gravísimos de acosos laborales y también sexuales sobre mujeres migrantes que ya han dado con los huesos de varios encargados españoles en la cárcel, tanto en Torre Pacheco como en Huelva, aunque siga sin actuarse de forma contundente contra el acoso sexual y las violaciones. La comparación estruendosa entre el silencio como respuesta ante estas agresiones y violaciones cotidianas a mujeres migrantes y el ruido generado por la agresión a este vecino resulta especialmente esclarecedora y dolorosa.
Esta generación, española y murciana repito, quiere salir de la invisibilidad de los primeros migrantes, y eso se castiga. Como personas sintientes reclaman su derecho a la ciudad, a esa ciudad que en gran medida han construido, no quieren seguir siendo invisibles en los campos, en las casas, en las calles. El capitalismo no ofrece, no puede ofrecerles ningún tipo de proyecto civilizatorio, es un modelo socioeconómico que se basa en la competencia, que fomenta la pelea del penúltimo contra el último, no puede construir comunidad porque su tendencia es destruirla, individualizar, aislar, fragmentar.
Para ofrecer un horizonte de esperanza es necesario acabar con las condiciones de explotación y segregación laboral como primera premisa para que exista una posibilidad de convivencia. Además, teniendo en cuenta que las personas migrantes tienen derecho a planificar su propio proyecto de vida, no vienen a repoblar pueblos o pagar pensiones, esta mirada utilitarista de las personas es miserable. Deberían poder hacer lo que consideren, y eso no se admite en un modelo de organización social envilecido por el individualismo identitario.
Gran parte de nuestro futuro, de la posibilidad de disputar un futuro común diferente, alegre, ilusionante y que merezca la pena ser vivido, nos la jugamos en la socialización y politización de las personas migrantes, como por ejemplo nos está enseñando el resurgir sindical en EEUU, protagonizado principalmente por personas migrantes trabajadoras que están perdiendo el miedo y que han sabido identificar su verdadero enemigo: las relaciones de explotación capitalistas y la fragmentación social que producen. Ante esto, las alianzas transversales de raza, género y clase son sin duda el camino en el que aprender a dirigir bien nuestra ira, pero también nuestra solidaridad”.