Contenedores de basura y sociedad de consumo

De acuerdo con una noticia publicada en el diario El País el 9 de diciembre, en el Estado español, “7,7 millones de toneladas de alimentos — 163 kilos por persona, de media — que podrían haberse consumido, o a los que se pudo haber dado otro uso, acaban en la basura cada año”. Son productos que se desechan a causa de los malos hábitos de consumo, los altos estándares de calidad de las empresas, que rechazan los que no cumplen sus cánones estéticos (tomates pequeños, zanahorias retorcidas, etc.) o la mala planificación de comercios y consumidores/as.

Los datos de la Comisión Europea sitúan a España como el sexto país de la UE que más despilfarra. En toda Europa se tiran a la basura 89 millones de toneladas de alimentos. Y todo esto ocurre en un momento en el que el 27% de la población española se encuentra en riesgo de pobreza.

De acuerdo con algunas asociaciones de consumidores/as, “la industria tira los alimentos que superan el cupo determinado para evitar que bajen los precios. Les sale más barato desecharlos”. Es decir, una vez que se obtiene la cantidad deseada de alimentos, los productos restantes, que son los estéticamente poco apetecibles, con una fecha de caducidad próxima o con desperfectos en los envases son enviados al vertedero. Por ello, una imagen típica en nuestras ciudades es la de ver a personas rebuscando en los contenedores de los supermercados, al acecho de comida y otros bienes.

Sin embargo, lejos de mostrarse solidarios con las familias que peor lo están pasando en estos momentos tan difíciles, algunos supermercados han empezado a “contratar empresas privadas de recogida de basura porque no les gusta la imagen de los rebuscadores en sus puertas”, como es el caso de los supermercados Condis y algunos otros en Cataluña (véase el reportaje “Los Rebuscadores”, emitido en Cuatro en 2007). Otro ejemplo de insolidaridad es el de los supermercados Mercadona, que han creado unos cuartos de contenedores en los que guardan sus cubos bajo llave hasta la llegada del camión de basura, para que ninguna persona pueda tener acceso a los cientos de kilos de comida que arrojan al vertedero. Por si fuera poco, en su página web se jactan y presumen de ello, alegando que de esta manera se consigue “evitar la presencia de malos olores, lograr una mayor higiene en la calle, así como un mejor respeto en el medio ambiente urbano”.

Pero no sólo es una cuestión de estética. Cierto es que los supermercados no quieren que se aglomeren personas en sus puertas en pos de alimentos porque esto proyecta una “mala imagen”, pero la razón principal radica en un hecho muy obvio y simple: si dejan en la calle, al alcance de cualquiera, los productos que desechan, venderán menos. En cambio, si mantienen su control sobre los bienes con los que comercian, la gente se verá forzada a pagar por ellos. No en vano, cuando el director de los Bancos de Alimentos reclamó a los comerciantes que donaran aquellos productos cuya fecha de consumo preferente acaba de pasar o está cerca, los cuales “son alimentos que son sanos e inocuos, pero que quizá no estén tan frescos” y “se podrían donar perfectamente” para distribuir a “personas en riesgo de exclusión social”, éstos se negaron rotundamente. Si lo que de verdad les preocupara fuera la evitación de malos olores y el mantenimiento de la higiene en la calle, no tendrían ningún problema en donar a las personas que lo necesitaran esos productos que ya no podrían vender por haber expirado su fecha de caducidad (las cuales, de acuerdo con organizaciones de consumidores, se fijan con excesiva cautela). Pero, al negarse a ello, desenmascaran su verdadera preocupación: la potencial pérdida económica que supone el dejarlos en la calle.

La verdad es que, tras tener conocimiento de hechos como estos, no nos extrañan las noticias que nos llegan de que en distintas partes del mundo occidental diversos grupos de personas llevan a cabo esporádicamente expropiaciones en supermercados, entrando en un centro comercial y saliendo con alimentos y otros productos de primera necesidad que se reparten entre personas de niveles económicos bajos. Se trata de gente oprimida, privada del acceso a determinados bienes, que han comprendido, como explica un panfleto que se repartió en una de estas acciones en Grecia, que “el futuro de la clase oprimida no es la búsqueda de la supervivencia, ni la congestión entre la renuncia y la miseria. Está sintetizado en el aquí y ahora, a través de los momentos pequeños y grandes de las negativas y de nuestras luchas. En […] las acciones agresivas contra blancos capitalistas y gubernamentales, en la negativa a pagar, desde las cuentas de electricidad y los billetes, hasta los peajes, en las expropiaciones colectivas de bienes en los supermercados y en su distribución en público”.

Pero no son sólo los/as productores/as, distribuidores/as y hosteleros/as y restauradores/as quienes desperdician alimentos. De acuerdo con estimaciones europeas recogidas en El País, el 42% de los desechos provienen de los hogares. El ideal consumista se ha asentado en nuestros hábitos – y lo hemos visto reforzado en el último mes en las fiestas navideñas – hasta el punto de que la adquisición o compra desaforada se ve asociada a la obtención de la satisfacción personal. En esta línea, no es de extrañar que la consecuencia de esta práctica sea el masivo despilfarro de recursos de todo tipo.

El hecho de que personas tengan que buscar comida entre la basura mientras otras compran más de lo que necesitan no es más que la punta del iceberg de un sistema repleto de miserias: el de la sociedad de consumo, en la que la riqueza material es constituida como el máximo objeto de admiración.

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