Madrid, la ciudad que no tiene corazón

De la inmadurez de los sometidos vive la excesiva madurez de la sociedad. Cuanto más complicado y sutil es el aparato social, económico y científico, a cuyo manejo el sistema de producción ha adaptado desde hace tiempo el cuerpo, tanto más pobres son las experiencias de las que éste es capaz.” – Theodor Adorno

Se terminó el invierno en nuestra ciudad. Un invierno crudo. Pero en esta ciudad, en la ciudad que no tiene corazón, como nos recuerdan cada quince días nuestros/as compañeros/as del programa de radio Cabezas de Tormenta, los inviernos no pueden ser de otra forma. Una ciudad sin corazón pero llena de venas donde flujos infinitos de personas nos desplazamos día a día sin entender muy bien el porqué, guiadas por la inercia de la propia corriente y de la rutina, sin detenernos el tiempo suficiente para descifrar hacia donde nos dirigimos.

Por ello, la ciudad se ha convertido en el móvil perpetuo cuya búsqueda ha inquietado durante siglos a cientos de mentes. Un aparato sin pausas, en un constante movimiento patrocinado por el ciclo de producción y consumo, donde las acciones desplegadas para detener esta maquinaria apenas consiguen generar algún desperfecto.

En los hombres la alienación se pone de manifiesto sobre todo en el hecho de que las distancias desaparecen.” – Theodor Adorno

El desplazamiento es la norma de nuestro tiempo, es causa y consecuencia de la pérdida de la comunidad, y así nos lo indica la palabra, des-plazar, pérdida de la plaza, del lugar común. O tal vez no, y es una simple ocurrencia nuestra, no tenemos ni idea de semántica, pero resulta curioso, ¿o no? Entre semana nos desplazamos al curro, o a su búsqueda, o nos lanzamos a clase, y el fin de semana, buscamos desesperadamente en algún lugar de nuestra ciudad, ese rato cómplice con nuestras/os amigas/os, esas risas reconstituyentes, que nos hagan olvidar que en unas horas volverá a ser lunes. El desplazamiento se ha convertido en la eterna búsqueda de aquello que hemos perdido.

Una de esas cosas que ha desaparecido es el barrio. El barrio como espacio y experiencia compartida. El barrio como lazo, como conexión, como encuentro. Realmente, tal vez nunca haya existido algo similar en la ciudad moderna, pero algo está desapareciendo en Madrid, y en el resto de megalópolis, y los nuevos proyectos urbanísticos nos marcan la tendencia de un insípido futuro próximo.

¿Habéis estado en Sanchinarro? Da puto asco. Enormes avenidas que gritan a las madres “¿cómo vas a dejar a tu hijo salir solo de casa?”, artificiales parques sin apenas una sombra bajo la que refugiarse, escasos locales comerciales repartidos entre algunas franquicias de comida rápida y los omnipresentes chinos, viviendas custodiadas por altos muros, sistemas de videovigilancia y seguridad privada, escasos recursos públicos que apenas hacen competencia a sus semejantes privados (colegios concertados, centros de salud privados, etc.), arquitectura barata, homogénea y carcelaria, etc. Y no estamos hablando de una zona restringida exclusivamente a la burguesía, pues aquí también son numerosos los desahucios, y los alquileres no distan mucho respecto a los de otras zonas consideradas más populares, por poner algún ejemplo. Simplemente es un nuevo barrio, construido desde cero, sin historia, sin memoria, sin vida propia. El barrio como servicio, no como escenario. Y éste es el modelo de ciudad al cual nos dirigimos. Una ciudad basada en un núcleo que, a grandes rasgos, concentre la actividad turística y parte de la actividad empresarial y de los servicios de ocio, y alrededor, los barrios orbitando como espacios destinados exclusivamente al alojamiento de la gran masa poblacional, donde el factor clase defina cada vez más la naturaleza de cada uno de ellos. Más allá, tendremos los grandes centros de consumo (el centro comercial convertido en el nuevo templo de peregrinación dominical), y algo más lejos, los inaccesibles complejos de la alta burguesía. A muy grandes rasgos, repetimos, pero no se aleja tanto de nuestra realidad.

Ahora el barrio ya no satisface ninguna de las necesidades básicas. No ofrece curro, no procura una forma de ganarse el pan, y como decíamos antes, la ruptura del tejido comunitario, de la vecindad, la desaparición de la calle como espacio vivo, genera un éxodo dentro de la ciudad en busca de ese salario tan necesario y de cierto refugio colectivo, de ese círculo de personas que apacigua la sensación de soledad en una sociedad individualista y competitiva. El hombre moderno acaba representado como un buscador errante sentado en el Metro.

Pero volvamos al tema, la crudeza de este invierno no se ha podido salvar con una buena bufanda o un par de guantes. Hablamos de otro tipo de crudeza. La que genera el espectáculo político, los juegos de los/as economistas, la rutina semanal con sus obligaciones, etc., es decir, el actual estado de las cosas. Hablamos de la crudeza que genera el pasar una mañana tratando de evitar el desahucio de algún vecino con la cercanía de nuestros/as compañeros/as como única fuente de calor frente a sus gélidas porras. Hablamos de asistir a demasiadas fiestas de despedida de amigos/as cercanos/as o de simples conocidas/os que emigran al guiri hastiados/as de visitar infojobs. Hablamos de recibir algún carta donde tras cribar todo el palabreo administrativo entrevemos la notificación de una nueva sanción económica. Hablamos de escuchar a amigas/os decir que tal como están las cosas no se pueden quejar mientras mantienen a duras penas el equilibrio en la cuerda de la precariedad tras pasar por el enésimo call center. Hablamos de comprobar que vecinos/as nuestros/as no pueden ser atendidos/as en un centro de salud sin exprimir el monedero. Hablamos de estar en asambleas donde no es la falta de ilusión o fuerzas la que pone freno a los proyectos sino la pela, la maldita pela. Hablamos de leer en cualquier periódico una nueva noticia sobre algún caso de corrupción, donde el número de ceros de los cheques cobrados es directamente proporcional a la mala hostia que nos crece por dentro. Hablamos de dudar cada mañana si entrar corriendo al tajo para refugiarnos del frío o disfrutar de unos minutos más fuera de esa jaula. Ya sabéis de qué hablamos.

La crudeza de la realidad se ha hecho más palpable durante el actual periodo de reajuste económico, y si bien, al principio, parecía que nos escandalizaba cada nueva información, ahora da la sensación, entre nosotras/os las/os primeras/os, que nos hemos acostumbrado a la existencia de cierto despreciable y humillante contexto, asumiéndolo como algo cotidiano. Es tal el bombardeo de noticias que anuncian una nueva barbaridad del gobierno, o una nueva batería de estadísticas y cifras que reflejan las consecuencias de la crisis, que esta coyuntura cada vez se normaliza más, aceptando que ahora no podemos estar de otra forma, que “es lo que nos toca”. Pero no es así. Nos tenemos que seguir cabreando. Nos tiene que seguir generando mala hostia el escucharles, el leerles, el tenerles delante. Esta situación ni es normal ni es irreversible. Asumir sus palabras, su mensaje, es condenarnos a la derrota. Sigamos siempre alerta.

Por ello, hemos seleccionado algunas noticias que han aparecido en las secciones de Madrid de algunos de los periódicos de mayor tirada del país. Tan sólo unas pocas, concretamente tres. Tres pinceladas a tres hechos. Que a pesar de no lograr apenas repercusión pública (probablemente, para la mayoría pasaron desapercibidas), nos resultan realmente significativas para vislumbrar mejor el actual contexto, y además, se escapan un poco de los temas que suelen aparecer en estas páginas.

Macrooperación policial contra el “botellón”

El Ayuntamiento de Madrid desplegó a más de un centenar de policías durante un fin de semana del mes de abril para, como dijeron los medios, “combatir el botellón”, en la zona de plaza de España, el templo de Debod, el faro de Moncloa, el Parque del Oeste, y en otros lugares próximos. El resultado final de esta operación fue la sanción de 621 personas con multas que ahora oscilan entre los 500 euros para las/os menores de edad, y 600 para los/as adultos/as, tras la entrada en vigor de la nueva ordenanza municipal, es decir, más de 300.000 euros, aproximadamente.

Según fuentes municipales, “también se disolvieron las excesivas aglomeraciones de personas en estos puntos concretos que por su tamaño son potencialmente peligrosas para la seguridad de los allí congregados y generan graves molestias a los vecinos como son el excesivo ruido y la suciedad”.

Esta operación se volvió a repetir al siguiente fin de semana, finalizando con casi idénticos resultados: 653 denuncias. El País, el medio de información de donde extrajimos la información, publicó un artículo prácticamente idéntico en las dos ocasiones, donde se limita a transcribir el informe policial y municipal, coincidiendo de esta forma frases enteras en las dos versiones.

Este hecho no sólo nos resulta significativo por el gran perjuicio económico que supone para más de mil personas una multa de tan cuantiosa cantidad por, tan sólo, beber en la calle, sino por el salvaje ataque institucional a algo tan natural como el encuentro, la reunión, la fiesta. Sus palabras son realmente significativas de su ideología, la aglomeración es un peligro. Lo común, lo colectivo, se materialice de una forma u otra, les aterra, pues choca radicalmente con el credo dominante en estos tiempos modernos.

Un fenómeno que siempre ha existido, el juntarse en la calle en un ambiente festivo, ahora tiene nombre propio, el botellón, y aunque reconocemos que puede llegar a ser una molestia para más de un/a vecino/a (en este caso, por ejemplo, en el Parque del Oeste o en el Faro de Moncloa, no hay viviendas colindantes), el arrebatarnos la calle como espacio de socialización supone un acción más dentro de la lógica actual. Frente a la calle, la alternativa son los espacios de ocio privados, los espacios de consumo, sus espectáculos donde nos ceñimos a ser meros/as espectadores/as.

Y aunque nos dejamos cuestiones en el tintero como el excesivo consumo de alcohol, no sólo entre los/as jóvenes, animamos a todos/as a plantar cara como se ha hecho en más de una ocasión, ya fuera en las fiestas de nuestros barrios (como en el Barrio del Pilar) o en el centro (Malasaña), porque la calle debe seguir siendo de la gente.

¿Quién es aun capaz de negar que vivimos en una sociedad de clases?

Este mes se dio a conocer un informe sobre los índices de pobreza en nuestra ciudad. A grandes rasgos, las cifras más relevantes nos indican que al finalizar 2011 (cuando aún la crisis económica no había alcanzado su punto álgido, ni se habían aprobado ciertas leyes y medidas que han precarizado aún más nuestra realidad), había 1.031.751 de madrileñas/os en riesgo de pobreza y exclusión social, es decir, un 15,9% de la población (los datos se han estimado sobre la base de la proporción de hogares con rentas inferiores a unos 4.500 euros anuales en el caso de una persona, y unos 9.400 euros para familias de cuatro miembros). Y casi un 10% de madrileños/as viven en situación de pobreza muy grave o de extrema pobreza (con unos 1.500 euros al año). Además, el 35,3% de los/as madrileños/as que están en riesgo de exclusión trabaja, lo que demuestra lo que todas/os sabíamos, ha habido un empobrecimiento de los salarios y una precarización de las condiciones laborales.

Estos datos van dedicados a todos/as aquellos/as que opinan que hablar de clases es cosa de “otros tiempos”.

No hay pan, pues qué no pare el circo

Una comisión europea o algo así (perdonad pero nos perdemos dentro de la maraña burocrática de Bruselas) está estudiando dos operaciones cerradas entre el Ayuntamiento de Madrid y el Real Madrid por observar indicios de delito. Esta comisión europea está estudiando si desde el Ayuntamiento, con Gallardón en el cargo, se le concedió una ayuda ilegal de 200 millones de euros a través de una compleja operación de cambio de terrenos.

No vamos a entrar en los detalles del pelotazo urbanístico, pues son fáciles de encontrar por la red, tan sólo mencionar que el Ayuntamiento dio luz verde al Real Madrid para cubrir el estadio Santiago Bernabéu, construir un centro comercial y hotelero frente a la fachada del campo y hacer un aparcamiento subterráneo de 600 plazas, en unos terrenos que eran de su propiedad pero que fueron cambiados por unos situados en Carabanchel, propiedad del club. Como decían nuestras abuelas, lo que han hecho ha sido “cambiar duros por pesetas”.

Los casos de corrupción en el mundo del fútbol profesional son innumerables pero nunca ocupan las primeras planas de los periódicos. Partidos amañados, especulación urbanística, compra-ventas de jugadores un tanto dudosas, impagos a la Seguridad Social, lavado de dinero, perdones de deudas por parte de los bancos, etc., son hechos no tan raros en este mundo, pero parece que los clubs gozan de cierta protección.

En Italia, tras un escándalo que salpicó a varios equipos, el Florentina fue descendido a segunda división, durante un par de días, los/as aficionados/as bloquearon la estación de tren y alguna carretera, y se enfrentaron a la policía, causando un gran perjuicio a una ciudad que vive de forma exclusiva del turismo. ¿Qué pasaría aquí en España si el Real Madrid fuera castigado por estos hechos? ¿Y si el Barça sufriera un descenso por impago de deudas (como pasa en otros países)? Ningún presidente se quiere arriesgar a conocer la respuesta y revivir lo que ocurrió en Florencia.

El circo tiene que seguir, y más, cuando el pan no siempre llega a la mesa.


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