El trabajo. Entrevistas con William Burroughs

Autor: Daniel Odier. Editorial Enclave de Libros. Madrid, febrero de 2014

Entre los innumerables nomadismos y encarnaciones mediáticas de W. Burroughs, especialmente hasta 1974, cuando volvió a Nueva York después de veinticuatro años de exilio voluntario, hay una entrevista a Conrad Knickerbocker aparecida en Paris Review en el otoño de 1965. En esta entrevista Burroughs habla de literatura, de sus autores más o menos preferidos, y también de drogas, sociedad, género y política y más cosas, como es habitual en toda su obra, desde la propiamente narrativa a la infiltrada por las más variadas formas artísticas. En la única (hasta la que tienen en sus manos) edición castellana de El Trabajo, el autor del prólogo, Salvador Clotas, opinaba que esa entrevista de algún modo debió valer como preparación de aquella que, poco después, Burroughs concedió a Daniel Odier para la revista Evergreen.

Se ha escrito que la obra de Burroughs excede tanto los parámetros de la generación beat como los de la literatura en sí. Aunque su imagen esté indisolublemente ligada a la de los movimientos contraculturales de la segunda mitad del siglo XX, su carisma transversal le instituye como gurú de tres generaciones contestatarias: los beat de los cincuenta, los hippies y radicales politizados de los sesenta y setenta y los cyberpunk de los noventa. No es difícil encontrar citas que tachan a Allen Ginsberg de protohippie y a Burroughs de protopunk.

Para Burroughs es el lenguaje que debe ser dinamitado y reprogramado, intentando utilizarlo como fin más que como medio de expresión momificado. Escribir es un acto físico de coordinación motora y su meta es escribir más rápido de lo que se piensa. De modo parecido a la repetición de los mantras en el budismo zen, es una forma de desproveer al lenguaje de su significado y limpiar la mente de todo pensamiento, ayudada por el ritmo respiratorio que dichos mantras imprimen al cuerpo. Al igual que movimientos musicales como el jazz y el be-bop, la técnica del cut-up aplicada a la narrativa constituyó una valiosa brújula para la evolución de la música electrónica y las artes visuales desde los sesenta hasta nuestros días (desde Stockhausen hasta el sampler digital, pasando por los videojockeys), cuestionando reproductibilidad y derechos de autor. Su método creativo anticipó en varias décadas los medios expandidos o expanded media e inspiró a una panoplia de artistas plásticos, músicos y cineastas.

Cuando se le preguntaba a Burroughs qué se podía esperar de la destrucción de la máquina del control, qué podría sustituir al estado policial, contestaba que, eliminadas como primera condición la nación, la familia y el método actual de reproducción, el «sistema» podría organizarse en comunidades sin confines nacionales: comunidades reunidas alrededor de gustos y afinidades comunes, por ejemplo comunidades todas femeninas o todas masculinas, comunidades esp (telepáticas) o higienistas o practicantes el judo o el yoga o las teorías de Reich, como en cierto sentido aconteció con los Musulmanes Negros y los Hippies…

Asimismo, en la fantasía terrorista de Burroughs, Interzona es la creación de territorios intersticiales, donde el relato se distribuye en una infinidad de fuentes, referencias y desplazamientos temporales. A pesar de que el relato parece un rompecabezas inescrutable, este posee su propia armonía y dinámica, por lo que constituye una manera de organizar el caos. A este afán de organización caótica podemos también conectar grupos como El Comité Invisible, las Zonas Temporalmente Autónomas de Hakim Bey, o en general todas las llamadas Interzonas Anarquistas en cuanto «manuales de bricolaje» Interzonas son, precisamente, las regiones entre la voluntad humana y su negación. Sabemos que no existen pero las soñamos.

“Todos los sistemas de control se basan en el binomio castigo-premio. Cuando los castigos son desproporcionados a los premios y cuando a los patrones ya no les quedan premios, se producen las sublevaciones” (William Burroughs).

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