Cuento de Navidad

Había una vez un ancianito, llamémosle Benedict, con bastante cara de ajo, que vivía en un sitio muy especial. El lugar donde vivía el ancianito no era muy grande pero si muy rico. Benedict era quien mandaba en esa pequeña cuidad llena de mármoles, pan de oro y piedras preciosas. Benedict debía ser un buen jefe, por que incluso más allá de los límites de su reino había gente que le quería y seguía sus órdenes. Cuando estaba ya cansado de estar todo el rato en su pequeña ciudad, cogía su carrito de golf de alta seguridad y se dedicaba a dar paseos por el mundo, muchas de las personas que iban a verle chillaban su nombre, lloraban de emoción e incluso se pintaban su nombre en la cara, a lo que el anciano respondía con un amago de sonrisa y un saludo con la mano desde el interior de su carrito acorazado.

La verdad es que Benedict vivía bastante contento y tranquilo dentro de su burbuja de mármol y oro. Su rutina era más bien sencilla. Se levantaba pronto, como todo buen jefe, aunque a veces remoloneaba un poco y tenía que ir algún empleado suyo a tirarle de la manta. Benedict siempre se encontraba todo hecho, la comida, la cama, el vestuario preparado… su única misión, pero no por ello menos importante, era transmitir las palabras de otro ser muy especial. Muy especial, por que no se sabe muy bien si es una paloma, si es un hijo o si es un padre… Pero lo más asombroso de todo, y esto ocurre por que solo en los cuentos pueden pasar estas cosas, es que nadie había visto nunca a este ser,  ni nadie había hablado con él ya que, según dicen, lleva muerto mucho tiempo, casi unos 2000 años. Pero Benedict, que siempre ha sido muy valiente, no tenía miedo a hablar con los muertos.

Sea como sea, Benedict se encargaba cada mañana de hablar con él, bueno hablar… más bien hablaba solo Benedict, la paloma-hijo-padre (a quien, con humildad, llaman Dios) era más bien tímido y no solía pronunciar palabra. Esto a Benedict no le importaba, tampoco tenía mucho más que hacer, y a lo largo del día dedicaba bastantes ratos a intentar hablar con él. Benedict, que era muy listo, pensó que a lo mejor la paloma-padre-hijo no le respondía por que no hablaban en el mismo idioma, así que Benedict aprendió a rezar (que así es como prefieren referirse a cuando hablan con la paloma-padre-hijo sin obtener ningún tipo de respuesta) en muchas lenguas: italiano, inglés, francés, alemán, castellano, portugués…  Viendo que ninguna de estas daba resultado decidió que, como Dios llevaba muerto mucho tiempo, debía recurrir a una lengua muy antigua, el latín, pero ni con esto nuestro querido ancianito consiguió que Dios le siguiera el rollo.

El resto del tiempo, Benedict, lo ocupaba en comer, ir al baño y dormir (más o menos como un gato). No olvidemos que, aunque Benedict era un hombre muy especial, también necesitaba comer y hacer pis. El caso es que Benedict estaba ya algo cansado de sólo dedicar su vida a intentar que Dios le contestase,  a comer  y a admirar las grandes joyas y obras de arte que tenía en su austera mansión, según algunas fuentes valorada en 410 mil millones de euros.

Un buen día Benedict se levantó lleno de energía, había dormido bastante bien en esa cama tan acolchadita que día a día le preparan. Ese día decidió que ya estaba bien de ir proclamando por ahí la enfermedad de la homosexualidad, el crimen del aborto y lo peligroso que es el uso del preservativo, a partir de ahora ocuparía su tiempo en investigar sobre la infancia de este Dios (o de su hijo, tampoco lo tenía muy claro) tan calladito, ya que a lo mejor ponía en algún sitio si Dios tenía problemas de dicción y por eso nunca contestaba. Así pues, el anciano se puso manos a la obra, bueno más bien se puso sus gafas de aumento, y empezó a investigar. Para ello dedicó especial atención a leer, letra por letra, capitulo por capitulo, tomo por tomo, varios libros, entre ellos uno bastante pesado (no solo por su peso en gramos) y en él encontró un montón de historias interesantes.

Benedict pasaba las noches sin dormir, absorto en el libro. Sus vasallos, preocupados, le llevaban galletitas y leche caliente para que pudiera moderlas bien, pues a su edad la dentadura ya no es la que era y aunque podía permitirse ir al dentista e incluso ponerse dientes de oro Benedict no era una persona presuntuosa a la que le gustase ir presumiendo por ahí. El anciano estudiaba ensimismado las hojas del libro, se lo pasaba muy bien disfrutando de las aventuras que había vivido su querido Dios, que si una vez multiplicó el pan y el pescado, que si otra vez curó a gente a la que se le caía la piel a cachos… Aunque la aventura que más le fascinaba a Benedecit era la que contaba cómo después de tres días revivió de los muertos y se fue a ver a sus colegas tan tranquilo para decirles que hicieran el favor de ir pregonando por el mundo los poderes tan asombros que tenía. Muchos de sus amigos fueron tomados por locos, algunos de ellos asesinados, ya que la gente es muy incrédula y no se creían del todo las aventuras que estos contaban.
Después de leer el libro detenidamente, Benedict, se dio cuenta de que muchas de las cosas que todo el mundo piensa son erróneas, decidió sacar a la luz la verdad y hacer un libro sobre su investigación. Bueno… que se lo hicieran por que él con el pulso de persona mayor que tiene tal vez Dios le hubiera mandado para arriba antes de escribir el título. En él señala cosas importantísimas y científicamente probadas, ya que como dice Benedict son pruebas totalmente empíricas, información de primera mano vaya… Una de estas cosas es que en el nacimiento de Dios no había ni mula, ni buey, ni ningún tipo de animalillo por ninguna parte -teoría que apena ya que deja el nacimiento algo desangelado-. Otra de las conclusiones a las que llegó después de su ardua investigación, fue que los Reyes Magos de Oriente, ni eran magos ni reyes ni de Oriente, eran de Andalucía. Benedict, interesado en el tema de los tres andaluces, también da cuenta de uno de los datos más científicos del libro, lo que estos siguieron hasta llegar a Belén y encontrarse con el recién nacido no fue una estrella fugaz de cinco puntas y una estela dorada preciosa, no, no, no, fue una supernova. Ante datos como este nadie en el mundo osó dudar de la veracidad científica de las conclusiones a las que nuestro querido protagonista había llegado.

Otro hecho clarificado gracias al afán investigador de Benedict, es que María (madre de Dios ruega por nosotros pecadores) no parió exactamente en un pesebre, sino más bien donde pudo, casi al borde del camino, y con datos tan sumamente fiables como que lo hizo “sin ningún tipo de sensiblería”. María era una tipa dura y voluntariosa. María también era una persona de confianza, que no hacía preguntas, ya que ella se quedó embarazada por una paloma y siguió adelante con su misión sin parar a pensar cómo podía haber sucedido todo aquello; menos mal que contaba con su marido José, algo confiado también, ya que entendió perfectamente lo del embarazo de su mujer por parte de la paloma. Pero lo que Benedict, nuestro héroe del conocimiento, tiene claro clarísimo, científicamente comprobado como si de la prueba del pañuelo se tratase, es que María fue casta, pura y virgen. En este punto no hay reservas ni lugar a dudas. María la dura, la voluntariosa, la que no hace preguntas, también es María “La Virgen”.

Una vez comprobado este hecho, nuestro querido ancianito investigador, dio el ultimo sorbito a la leche (por que ya se había comido todas las galletas), se quitó sus gafas, apagó la luz de la lamparilla de noche y ya en la cama le preguntó a Dios-paloma-hijo-padre si estaba contento con su investigación… La contestación no llegaba y Benedict se fue quedando poco a poco dormido, pensando que el que calla otorga.

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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Un cuento muy diferente…

En estos momentos en que nos ahogan a recortes, reformas, paro y privatizaciones, se hace todavía más duro ver cómo esa institución tan necesaria y querida por todos/as que es la Iglesia católica se mantiene indemne a la “crisis” y conserva intactos los privilegios que le otorga el Estado (al que llaman “laico”).

Una institución que lleva siglos imponiendo una moral de sumisión mediante el miedo y el chantaje, persiguiendo a la mujer, tratando de arrebatarnos el control sobre nuestros cuerpos y nuestra sexualidad, expoliando a quienes menos tienen y llevando la hipocresía a su máximo exponente.

La recompensa del Estado en agradecimiento por esa incansable labor de dominación y sufrimiento: exenciones de impuestos como el IBI o la tasa de residuos urbanos, 160 millones de euros de subvención directa en 2012, miles de millones destinados a ONG católicas, cada vez más centros educativos religiosos concertados, pago de sueldos de religiosos/as en puestos públicos, subvenciones para eventos católicos… La lista es larga y desesperante.

Todavía nos acordamos demasiado bien de las famosas Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) que se celebraron el verano del año pasado en Madrid, de no poder andar por la calle sin cruzarte a algún/a joven fanático/a con todo el merchandising a cuestas entonando ese entrañable cántico de “Beeenedicto, equis uve palito”, como si de un concierto de Justin Bieber se tratara. Y nos acordamos también del descuento de cerca del 80% que esta Juventud con mayúsculas tenía en el Metro de Madrid, de los colegios que se cedieron para alojarles durante esos días, de los gastos para la seguridad, limpieza y organización del evento, etc. Y si había alguien que no se acordaba o que tuvo la desgracia de perdérselo, ya se han encargado de recordárnoslo organizando por estas fechas en la Casa de Vacas del Retiro una exposición fotográfica “para revivir los momentos más emotivos y emblemáticos” de la JMJ, en la que estamos seguras/os de que incluirán imágenes de la asfixiante presencia policial y de la represión contra toda manifestación de rechazo hacia este circo.

Pero, al margen de macroeventos de este calado y de los ocasionales escándalos protagonizados por algún que otro obispo o curita demasiado explícito [1], muchos otros privilegios y tratos de favor a la Iglesia católica pasan en ocasiones desapercibidos. Recientemente, por ejemplo, la asociación Europa Laica ha denunciado que las decenas de espacios publicitarios en Metro de Madrid que anunciaban el mes pasado la vigilia de la Inmaculada pueden haber sido cedidos gratuitamente (lo cual Metro no ha desmentido). Esto, mientras la empresa continúa con los recortes de servicios, subida de precios e incumplimiento del Convenio con sus trabajadoras/es.

Podríamos mencionar también la influencia que ha ejercido la Conferencia Episcopal en la nueva reforma educativa de Wert, presionando (y logrando) la imposición de una asignatura alternativa a Religión fuerte y obligatoria, para evitar el éxodo cada vez mayor de sus aulas.

Son, en fin, pequeños (o grandes) ejemplos que, aunque no nos sorprendan en absoluto, no dejan de hacernos hervir la sangre al recordarnos que esta tropa inquisidora sigue existiendo y alimentándose de nuestros bolsillos.
Por eso ahora y siempre, y especialmente en estas fechas de espumillón y belenes, todo nuestro odio a esta institución enemiga de la vida.

[1] Uno de los casos más recientes es el de Juan Antonio Reig Pla, el obispo de Alcalá de Henares que en la misa televisada de Viernes Santo advirtió de que a los homosexuales a veces les da por prostituirse, y que seguro irán al infierno (aunque luego aclaró que para evitarlo pueden curarse de esa enfermedad…).

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