Perú y la chispa popular que debe derrocar tres décadas de fujimorismo institucional

Los levantamientos en América Latina son una constante internacional en su historia contemporánea, y esto denota algunas realidades sociales evidentes: primero, que América vive integralmente una continuada opresión como continente al que expoliar recursos humanos y naturales desde el autodenominado primer mundo. Segundo, que sus sociedades son sumamente sensibles a estas opresiones y reactivas a las miserias, que sangran en venas abiertas las heridas que el capitalismo global inflige.

Desde el año pasado hemos venido informando de sucesivas revueltas en Latinoamérica. Si bien cada una merece un análisis particular, ya que las realidades sociales y políticas en cada latitud americana tienen sus características propias, sí que deben tomarse como un conjunto que nos señala los ciclos de agotamiento de unas instituciones estatales y burocráticas tradicionalmente represoras de los pueblos y las comunidades sociales. En este último mes nos llegaron las noticias de lo que sucedía en las calles de Perú, que tras seis días intensos de protestas consiguieron la dimisión del recién nombrado presidente interino, el conservador Manuel Merino.

El fujimorismo, un cadáver demasiado vivo en Perú

Se viven ya tres décadas de presidentes corruptos y autoritarios, que tuvieron su origen en el gobierno de Alberto Fujimori, en el poder durante un decenio y que se afianzó en las instituciones peruanas gracias a un Autogolpe de Estado en 1992, cuando disolvió el Parlamento peruano y tomó plenos poderes. Estableció un gobierno fuertemente autoritario, represor hacia movimientos sociales y toda la izquierda, y sentó las bases del neoliberalismo actual en el país. Asesorado de cerca por el gobierno de los EE.UU. y el Fondo Monetario Internacional, estableció el capitalismo clientelista que a día de hoy sigue gobernando Perú con mano de hierro.

Decenas de fórmulas burocráticas y partidos han ido y venido ante los ojos del pueblo peruano durante estas décadas. Un lavado de cara del régimen llevó a Fujimori a prisión por crímenes y torturas durante su gobierno, pero la Constitución política de Perú de 1993 y la larga sombra del fujimorismo siguen manejando los hilos de poder en el país andino. Las revueltas no surgen idealizadamente de un plan organizado y estratégico en la mayoría de ocasiones; son espontáneas y se alimentan de la solidaridad y el empuje como respuesta a la represión que se da en manifestaciones pacíficas y con una buena dosis de ingenuidad. La rabia popular peruana se ha expresado durante este pasado mes legítimamente contra un gobierno caduco y un sistema corrupto, pero no presentaba transformaciones de raíz más allá de hacer caer un gobierno interino a la espera de elecciones en cinco meses y de plantear una reforma constitucional. Estos treinta años de autoritarismo neoliberal han llevado a Perú a ser una de las sociedades más conservadoras de la región, determinado además por el recelo social de propuestas desde la izquierda debido al rechazo campesino e indígena mayoritariamente de experiencias como la de Sendero Luminoso. El Partido Comunista Peruano, que proponía un modelo maoísta y polpotiano en los años 80, se encontró enfrentado a las comunidades indígenas y sus instituciones populares, a las que nunca demostró ningún respeto ni dignidad.

¿Estallido efímero o antesala de una futura revuelta?

La actual coyuntura peruana, sin embargo, tiene la fuerza que atesoran esta clase de acciones populares de confrontación al poder, y es que abren un espacio de lucha y autonomía en las calles que todo pueblo necesita para caminar hacia planteamientos más profundos de transformación social. Las revueltas solo suceden si se practican. El gobierno del empresario Manuel Merino ha durado tan solo una semana, y dimitió junto a la mayoría de ministros tras ordenar el derramamiento de sangre por parte de la policía peruana. El sábado 14 de noviembre asesinaron a dos jóvenes en las protestas, y desaparecieron a cuarenta personas, además de un centenar de heridos. La brutalidad policial encendió crecientemente las calles de Lima y otras ciudades peruanas que organizaron primeras líneas de defensa y brigadas de salud populares, sin embargo, las aguas parecieron apaciguarse tras el nombramiento de Francisco Sagasti como nuevo presidente interino, que lograba sepultar provisionalmente las protestas en la calle. A pocos meses de las nuevas elecciones se observa claramente la lucha enquistada entre distintas familias políticas peruanas, que todos responden a un mismo modelo autoritario y una línea idénticamente neoliberal, y que como siempre sitúan al pueblo en segundo plano sangrándose por parlamentos que no les representan, pero que sí les violentan.

La situación de informalidad que se vive en Perú, provocada en gran parte por la situación pandémica mundial, ha propiciado que los pactos de silencio y sociales habitualmente utilizados para legitimar al Estado se hayan cuestionado. Una generación de jóvenes se ha politizado súbitamente en estas protestas, y esta coyuntura crítica junto a la solidaridad experimentada, apuntan a un protagonismo en la lucha posteriormente. Esperamos que estas protestas hayan sido la antesala de un levantamiento futuro generalizado del pueblo peruano, que se ha mirado en el espejo chileno como camino para andar hacia el derrocamiento del régimen político fujimorista.

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