«Al zawra mustamerra”: la revolución continúa en Egipto

El pueblo egipcio no se levantó en 2011 sólo para derrocar a Mubarak, sino para luchar por la justicia social, por el pan y la libertad. Dos años más tarde, dos años después de Mubarak, lo que tienen es una altísima tasa de paro, salarios precarios, subidas de impuestos y una nueva constitución que, lejos de velar por los derechos fundamentales de las personas, otorga cada vez más poder a las instituciones políticas y religiosas. La lucha, pues, debe continuar. Y continúa cada vez con más fuerza; pero, lamentablemente, también cada vez con más muertos/as, heridos/as y condenados/as a sus espaldas.

El 20 de enero dio comienzo una nueva oleada de manifestaciones y enfrentamientos que, apenas tres semanas más tarde, se había cobrado ya la vida de unas 56 personas, según fuentes del Ministerio del Interior egipcio. Los actos convocados con motivo del segundo aniversario de la caída del régimen coincidieron con la celebración del juicio por la tragedia de Port Said, y con la toma de protagonismo de grupos cada vez más radicales que, en lugar de verse neutralizados por la brutal fuerza represiva, sirven cada vez más para canalizar la rabia e indignación generalizada contra las instituciones.

La situación actual en Egipto es de gran complejidad, con la intervención de diversos actores políticos, religiosos, ideológicos, etc. Ya que no somos expertos/as en la materia no podemos aspirar a un análisis exhaustivo. Sin embargo, podemos acercarnos a comprender un poco mejor a qué responden los hechos de las últimas semanas, remontándonos a la masacre sucedida el año pasado en el estadio de fútbol de Port Said.

¿Qué pasó en Port Said? El papel de los “Ultras” en las revueltas.

El 1 de febrero de 2012, en la ciudad de Port Said, se disputaba un partido entre Al-Masri (equipo local) y Al-Ahli (uno de los principales equipos de El Cairo). Al finalizar el encuentro, los Ultras de Port Said bajaron al terreno de juego y comenzaron a atacar con proyectiles a los seguidores de sus oponentes. La violencia se desató en el estadio, 74 personas murieron, y muchas incógnitas quedaron en el aire. Para empezar, la presencia de policía aquel día era, según testigos presenciales, mucho menor a la que se establece normalmente en este tipo de eventos. Tampoco se encontraban allí el gobernador local ni su jefe de seguridad. Los controles de acceso eran deficientes y, mientras se sucedían los hechos, los focos de luz estaban apagados y el recinto cerrado, impidiendo las salidas. Además, las fuerzas de seguridad presentes tardaron en actuar y lo hicieron con poca contundencia. Todo esto lleva a pensar que la contienda fue planificada y provocada deliberadamente para acorralar, debilitar y ajustar cuentas a los ultras cairotas, conocidos por su participación activa y decisiva en la revolución de enero de 2011.

El fútbol ha jugado un papel importante en las movilizaciones de Oriente Medio, sobre todo por parte de los/as más jóvenes. En Egipto, las protestas han estado ligadas a la oposición entre los dos clubes más importantes de la capital: el Zamalek Sporting Club, vinculado al régimen de Mubarak, y el Al Ahly Sporting Club, tradicionalmente concebido como el equipo del pueblo, desde que sus seguidores constituyeran un importante foco de oposición contra la ocupación británica a principios del siglo XX. No es de extrañar, pues, que los ultras de Al Ahly adquirieran gran protagonismo durante la revuelta y que su capacidad de organización y el apoyo popular del que gozaban fuera razón suficiente para querer “neutralizarles”.

La sentencia como chispa que ha encendido la llama

El 26 de enero de 2013, un año después de la masacre y a pocos días del aniversario de la caída de Mubarak, estaba prevista la sentencia sobre la tragedia de Port Said. Durante la semana previa, comenzaron a darse algunas acciones de solidaridad y advertencia, como paralizaciones del tráfico y de las líneas de metro, con su correspondiente represión por parte de las fuerzas de seguridad.

El 20 de enero, una concentración pacífica a las puertas del juicio fue brutalmente atacada por la policía y 31 personas fueron detenidas. Como respuesta, se sucedieron cinco días consecutivos de disturbios. El presidente Mohamed Morsi declaró el estado de emergencia en tres ciudades, con toque de queda de 9 de la noche a 6 de la mañana. Cientos de personas se manifestaron, desobedeciéndolo y enfrentándose con la policía.

Sin embargo, llegado el día de la sentencia, 21 jóvenes fueron condenados a muerte por los hechos del estadio. No hubo pena, en cambio, para ningún responsable policial, del cuerpo de seguridad o del Club de fútbol (el 9 de marzo se sabrá definitivamente si existe condena para algún responsable).

Tras la condena, los disturbios aumentaron en varias ciudades, y en Port Said unas cuatrocientas personas asaltaron la prisión en un intento por liberar a los presos encarcelados. Más de 30 manifestantes, en gran parte miembros del grupo ultra ahlawy, fueron asesinados durante esta jornada, y en los funerales del día siguiente.

A partir de ese momento, de manera imparable, las numerosas muertes y detenciones funcionan como agravante y detonante de nuevas acciones. Se prende fuego a edificios del gobierno, se asedian comisarías de policía, se destrozan vehículos policiales blindados, se desafía el toque de queda y se convocan marchas hacia el Parlamento e irrupciones en edificios públicos. Las protestas son intervenidas por el ejército, advirtiéndose incluso la presencia de francotiradores, se construyen nuevos muros de hormigón, pero nada parece detener a los/as manifestantes… La postura contra las instituciones se endurece, a pesar de la llamada al diálogo de los líderes religiosos y de algunos sectores pacifistas. Sin embargo, hay ya muchas heridas abiertas como para volver atrás. Los abusos y las torturas, la brutalidad policial, el miedo y las promesas no van a doblegar tan fácilmente a aquellos/as que ya han sido traicionados/as y decepcionados/as una vez por la revolución que les han arrebatado.

El Black Block egipcio

En la primera semana de los disturbios hizo su aparición en escena un “black block”, un grupo de personas vestidas de negro y con la cara cubierta, que se posicionó frente a las barricadas con armas improvisadas. Manifestaba entre sus exigencias un cambio de rumbo al gobierno de los Hermanos Musulmanes, y desde aquel día ha aumentado en número y ha protagonizado varias acciones contra las instituciones. A pesar de no querer hacer declaraciones a los medios, en seguida fueron identificados por éstos como “anarquistas”, y se le atribuyó su integración a los ultras de los equipos de fútbol.

El hecho es que el anarquismo está presente en las protestas desde el principio, y que ha crecido de manera más o menos explícita con el descontento generalizado y la insatisfacción ante el rumbo que ha tomado el país después (y a pesar de) las revueltas de 2011. Pero el Black Block, más que un grupo claramente definido y organizado, responde a una táctica de acción directa y a una estrategia para enfrentarse a las fuerzas de seguridad sin poder ser reconocidos/as. Las ideas, eso sí, es de esperar que se vayan abriendo camino bajo las máscaras.

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